por Nicolás Pérez-Serrano
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Has hecho trampa, dijo él.
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¡Qué más quisieras tú!, replicó ella. Sabes
que vas perdiendo… y tratas de darle la vuelta a la situación…, pero sabes que
no…
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Te he visto en el dormitorio, a hurtadillas,
consultando el diccionario pequeño. Como no me creí que fueras sólo al cuarto
de baño, me escondí, -le interrumpió él sin permitir que ella acabase la frase-
Te voy a penalizar. La regla Décima te quita seis puntos.
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Pero si no estábamos jugando ahora a las
palabras.
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Sí, pero es seguro que has visto alguna que
te venga bien para el siguiente juego. Aunque te advierto que MORDOR no viene como Tierra Oscura del
Señor de los Anillos- y al decirlo él se dio cuenta de que acababa de meter la
pata, y de que su mujer, así, lograría vencerle en el siguiente juego, aunque
él fuera especialista en TOLKIEN-.
-
Gracias por el regalo, cariño. No esperaba
menos de tu generosidad, aunque sea por equivocación, por dártelas de listillo.
Parecidas discusiones había
cada noche. Era viernes, todos los viernes, cuando recibían el sobre que
alimentaba su pasión jugadora. Bien que el juego -digámoslo desde ya- no era un
vicio en sí para ninguno de los dos. Ni Claudia ni Acislo (vaya nombre.
Su padre se quedó muy tranquilo al ponérselo. Y él, siempre respetuoso con su
parentela, ni siquiera por un momento se planteó cambiárselo) eran ludópatas,
en el sentido auténtico del término.
De lunes a viernes jugaban
en casa todas las noches. Como poco una hora. Antes de ir a la cama. Pero todos
sus ejercicios recreativos eran puramente instrumentales. Con ellos perseguían
otro objetivo. Hacía casi dos años habían discutido muy en serio. Llegaron casi
a las manos y un gramo de cordura se había impuesto en el culmen de la pelea. En
lugar de seguir peleando cerraron un pacto. Desde entonces lo habían respetado,
por mucho que algún viernes hubiera estado a punto de producirse otro colapso.
Aceptaron las reglas… del juego. Juego que consistía en someterse a varios
juegos semanales, para conseguir… Ese y no otro era el objetivo.
Al principio, tras el
acuerdo básico, estaban despistados. Quedaron en que cada uno buscaría fórmula
y que al día siguiente, al volver del trabajo, traerían sus reflexiones y
sugerencias. No hizo falta que se esforzaran mucho. Un anuncio del periódico
(estaban buscando piso, y eran asiduos lectores de varios) les facilitó la
tarea. “G.A.I.” (No; con I latina. Sin y griega. No iban por ahí los tiros. Eran
tolerantes, no estaban en contra de una homosexualidad razonable, sin
ostentaciones innecesarias hacia el exterior).
Quieras que no, las siglas
atrajeron sus ojos hacia el anuncio. Una Gran Academia Internacional (luego,
con el tiempo, “Inter-juego-activa”) ofrecía sus servicios por un módico precio
mensual. En ellos iban incluidos los envíos, semanales, de un conjunto de
juegos para dos. Unos eran novedosos; otros, simple recreación actualizada de
juegos de toda la vida. Les hacía mucha gracia el “ringorrango”, que consistía
en enumerar nombres de personajes ilustres, nacionales o mundiales, de
profesiones, de acontecimientos, lugares, etc. que empezasen por la letra del
abecedario que tocase. Ganaba quien diera, en el tiempo marcado, con más
nombres válidos.
Igualmente les apasionaban -ambos,
modernos hasta cierto límite, tenían su ordenador portátil- las búsquedas más
disparatadas y complicadas (también puntuaba lograrlos con los mejores precios
de mercado, y con el más eficiente servidor) de productos exóticos fuera de
grandes almacenes (desde la muerte del pobre Dody, Harrods ya no era lo que
fue).
Así pasaban varias horas de
Lunes a Jueves, cada semana en tiempo de no verano (en esta estación
trastocaban un tanto sus costumbres, especialmente en el mes de vacaciones). Al
finalizar la tanda diaria de juegos, con rigor y objetividad se otorgaban las
puntuaciones con arreglo a un código preestablecido, que respetaban en su
propio beneficio. Esos puntos se acumulaban.
Y el viernes, antes de irse
a dormir, venía el gran momento. Se proclamaba al ganador de la semana,
galardón que recaía en quien hubiese salido triunfante en esa suma semanal de
puntos. Ella o él, según un turno que igualmente suponía alternancia en esta
faceta del poder, anunciaba pomposamente el resultado. “Y el ganador es …”.
Acto seguido, y por eso del premio, o por confirmar que sólo jugaban para
algo concreto, el feliz triunfador tomaba posesión del
Mando de la Televisión
que le permitía, a su antojo, decidir qué programas, qué
canales se verían durante el fin de semana.
Kolia Pérez-Serrano Jáuregui
Septiembre de 2016