PÁGINAS

25 abril 2013

Una deliciosa mañana en el Ramiro, por Ildefonso Arenas



Hace unos días la catedrática de Historia Rosa María Muro (la estupenda hija de nuestro entrañable Benigno Muro) me invitó a explicar a sus alumnos de los cursos superiores del Ramiro qué clase de año fue 1815 y cómo fueron los personajes que lo protagonizaron, con especial foco en el general Miguel de Álava, que como sabéis fue un hombre tan interesante como injustamente olvidado y por el que siento una explicable debilidad.

Tengo alguna experiencia en hablar en público, pero jamás lo había hecho ante unos cincuenta estudiantes de 17-18 años. Me preocupaba, porque temía que los usos y el lenguaje habituales ante públicos de mayor edad y supuesto nivel cultural más consolidado no sintonizaran con los siempre peligrosos y agresivos adolescentes. Fueron temores infundados, me alegra poderlo decir. Los alumnos de los cursos superiores del Ramiro siguen mostrando un sello de cortesía, urbanidad, talante y sensibilidad no muy distinto del que teníamos nosotros hace medio siglo; es el sello del Ramiro, y a nadie capaz de comparar le costaría identificarlo. Sólo encontré dos evidentes diferencias con respecto a cómo éramos nosotros a su misma edad. La primera, que ser alumnos de los dos sexos les enriquece de un modo magnífico; desde siempre he sido un convencido de la educación mixta, comenzando en párvulos y sin acabar en ninguna parte, porque aprender sólo se acaba cuando se te muere la curiosidad, y os aseguro que nada me ha parecido jamás tan gratificante como el espectáculo de 50 chicos y chicas muy bien preparados, mostrando todos ellos el sello del excelente nivel educativo que desde siempre ha caracterizado a nuestro colegio. Al Ramiro. El educarse juntos, los chicos y las chicas, les otorga una profunda comprensión natural de los otros, lo que da lugar a que las relaciones entre ellos sean como habrían debido ser las nuestras con las chicas a su misma edad: limpias, amistosas, equilibradas e impregnadas de una gran generosidad. Intuyo que la vida en estas aulas de chicas y chicos resplandecientes (bueno, unas más que otros) quizá no siempre sea fácil, sobre todo a la edad en que la hormona furibunda les ataca sin piedad, pero es un precio que merece la pena pagar y más aún en estos tiempos, donde al haberse reducido tantísimo el número de familias numerosas es casi anecdótico que en una misma casa se críen un hermano y una hermana (y ya no digo nada de más de uno/una).

La segunda, lo bien que saben servirse de una tecnología para tomar notas que a nosotros, hijos del bloc, el lápiz y la goma de borrar, hace medio siglo nos habría parecido ciencia ficción si no magia negra o cosa del demonio, al punto que en los tiempos que corren no somos muchos los que nos atrevemos a servirnos de ella con el acomplejante desparpajo de estos fascinantes príncipes de la cultura, los cuales tienen por sello inconfundible que han nacido con el ordenata bajo el brazo.

Hay otras diferencias, por supuesto, aunque diría yo que son de atrezzo. No se visten como lo hacíamos nosotros (¿recordáis aquellos horribles trajes de chaqueta, corbata y pantalón con que a la menor oportunidad nos disfrazaban de adultos respetables?), ni sus modales al dirigirse a los profesores (o asimilados, como era mi papel) son ni de lejos tan temerosos o tan aprensivos como eran los nuestros. Para nosotros, a su edad, los profesores eran unos semidioses helados y lejanos (cosa que ellos mismos cultivaban, quizá porque se lo creían), mientras que para estos jóvenes envidiables son unos profesionales que hacen su trabajo (educarles) como hacen ellos el suyo (aprender), de un modo en absoluto solemne y para nada engolado. Eso no significa que el respeto haya desaparecido; simplemente, se manifiesta con sencillez y naturalidad, como a mi modesto entender habría debido también suceder en nuestros nada preferibles tiempos.

La última de las diferencias, y pese a ser impresionante, ya no tiene que ver con su talante, su talento o su personalidad: son, de promedio, muchísimo más altos que nosotros, lo que sin duda es imputable a que les ha tocado vivir en un mundo que en eso y en casi todo, por no decir en todo (hoy se aparca mucho peor, es de reconocer), es a todas luces preferible al que a nosotros nos tocó padecer (o disfrutar, según se mire; al fin y al cabo, y pese a sus infinitas puñeterías, era el de cuando teníamos su misma edad maravillosa).

Tras despedirme, todavía en el Ramiro, sentía una rara mezcla de emociones encontradas. Predominaba la dulzura que siempre te asalta cuando te ves en presencia de jóvenes que ya te superan en casi todo y que llevan el mejor de los caminos para ser hombres y mujeres de primerísimo nivel, aunque también percibía la nostalgia de unos tiempos archivados donde si alguien venía alguna vez a darnos una conferencia era un falangista, o un cura, o si teníamos suerte y ese día no pretendían adoctrinarnos hasta podría ser una luminaria del balón, que de las cosas del cerebro, al menos en mis recuerdos, la política educativa de los tiempos (no sólo del Ramiro) era restringir lo más que se pudiera el libre albedrío y la capacidad de comparar lo nuestro con lo que ya por entonces disfrutaban los demás, los afortunados que vivían en Europa. El Ramiro en sí mismo, sus paredes y sus rincones, no ayudaba, porque no me acordaba de nada. Rosa María Muro me dijo que apenas ha cambiado en su interior, que los peldaños de aparente mármol y los azulejos de las escaleras son los mismos que se asomaron a mi niñez, pero lo cierto es que no los reconocí. Es posible que sea porque el Ramiro de esa mañana de primavera, luminosa y cálida como suelen ser las de abril en Madrid, no recordara en nada al de mis últimos años allí, los que pasé en ese Nocturno lóbrego y mortecino (alguien me explicó que reducían al mínimo la iluminación para que las cuentas le cuadraran al pobre Antonio Magariños, al que apenas le daban presupuesto para sacar adelante su conmovedora obra de caridad, la de extender el enorgullecedor sello del Ramiro a unos parias de la sociedad a los que de ningún modo nos correspondía estudiar en un centro tan de campanillas como ése) en el que no era posible saber de qué color eran los azulejos de las escaleras, porque todo nos parecía un uniforme, y triste, marrón amarillento. El color de la desesperanza. Un color, me alegra infinito decirlo, que no encontré por ningún lado en esta deliciosa mañana en el Ramiro. No lo he podido constatar, pero me apostaría una botella de algo muy bueno a que Coral Báez, la exquisita directora que disfruta hoy el Ramiro, no da orden de reducir la iluminación cuando empiezan las clases nocturnas; bajo su dirección, no me cabe duda, los trabajadores que vienen al anochecer ven exactamente igual de bien que los adolescentes que se sirven de las instalaciones a las horas en que el sol inunda sus aulas a través de las ventanas y los tragaluces. Y también, me pareció, de su alegría.

Me gustaría, de paso, despedirme de vosotros, cuando menos en mi otra calidad, la de editor anónimo de este Blog de antiguos alumnos de la Promoción 1964. Todo en la vida tiene un principio y un final, y este primer año de vida del blog ha sido tan apasionante como agotador. Hora es ya de que ceda los trastos a un compañero, que sin duda lo hará mejor que yo. Si hay alguno interesado en leer alguna vez las bobadas que de vez en cuando se me ocurren, las que no se publican en forma de libros las podréis encontrar en mi blog literario, este de aquí: ildefonsoarenas.blogspot.com.es.

Un gran abrazo y hasta siempre.




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