...POR KURT SCHLEICHER
Kurt nos remite el siguiente texto con el deso de felicitarnos Las Pascuas a todos a través de él.
—“Ya estamos en Navidad; ¡qué horror!” —
me dije aquella fría mañana de diciembre de 2017.
A mi alrededor todo está oscuro. Trato
de vislumbrar algo, pero no puedo ver los detalles. Parece que estoy confinado
en un pequeño cuarto, eso sí, con muchas comodidades frente a lo que tenía por costumbre, de forma
que aún debería darme por contento. Antes de estar aquí estuve en una especie
de campo de concentración junto con otros compañeros de infortunio; aquello era
desde luego más desagradable. Lo malo es que ahora estaba muy solo, sin la compañía
que me hacían los demás, pero también la comida era mejor; vaya lo uno por lo
otro.
Asomando con dificultad la cabeza, podía
ver que el lugar en el que me encontraba era un amplio chalet aislado en una
rica urbanización cerca de Madrid. Los dueños eran una familia “bien”, con
posibles, como se decía antes. El padre parece ser que es un afamado médico, creo
que cirujano plástico, de ésos que ganan un pastón por quitar un par de lonchas
de grasa y hacer creer al enfermo (mejor llamarle víctima) que ya tiene un
aspecto magnífico, pese a la multitud de colgajos que le han dejado. La verdad
es que se comporta conmigo con displicencia, manteniendo las distancias; sin
embargo, no me gusta nada cómo me mira. No me fío de él. La madre, por el
contrario, es toda una señora, me trata con disimulado afecto, pero también
manteniendo distancias, como si yo fuese un ser inferior poco digno de
relacionarme con ella.
Luego están los niños, bueno, ya no tan
niños; el pequeño tiene quince años y es una especie de mula parda, grande y
rechoncho. Además es un cobardica; cada vez que me mira rehúye la mirada ¡como
si fuera yo a hacerle algo, pobre de mí!
Falta la niña, un año mayor, con unos esplendorosos
dieciséis años. Ésta sí que es un encanto; es preciosa con sus ojos de color
mar al atardecer y me ha demostrado varias veces ya que me tiene cariño. No parece
que me tenga miedo y suele acercarse a mí para consolarme, como si supiera de
mis penurias anteriores. Me da la
sensación de que me estoy enamorando, pues mi única ilusión de cada día es poder
verla. Su presencia es lo que me mantiene vivo; gracias a ella no pierdo la
esperanza. Ya sé que es muy joven, que es imposible que pueda alguna vez mantener
una relación con ella, y mucho menos yo, con lo feo que soy. No debo olvidar
que soy de otra raza y mi aspecto me delata enseguida, pues soy negro, y además
de un negro zaíno, como los toros. No soy un negro lustroso, como algunos que
se ven por ahí.
La verdad es que soy un paria. En estas
fechas en las que los cristianos – yo no lo soy – celebran eso que llaman
“Navidad” y presumen de dar calor al prójimo y proteger al necesitado, la
impresión que tengo es que sólo piensan en comer, pero para ellos mismos, no
para los demás. ¿Es que la Navidad sólo se puede celebrar comiendo?
Que en pleno siglo XXI exista todavía
esclavitud, no deja de ser sorprendente. La verdad es que nunca he entendido
bien lo que significa ser un esclavo, pero yo lo debo ser, pues mi amo, el
médico, tengo entendido que me ha comprado; estoy casi seguro. Hombre, me ha
hecho un favor al sacarme del campo de concentración aquél, pero no sé lo que
pretende de mí; no me lo ha dicho. Mi única esperanza de salvación es mi amada,
que me ha demostrado siempre cariño; espero que no me falle.
Cada vez que lo pienso, me irrito más;
¡estoy aquí encerrado y no he hecho nada para merecerlo! ¡Yo también tengo mis
derechos constitucionales! ¿Por qué no puedo ser libre? Tengo varios primos, eso
sí, más guapos que yo, que gozan de una libertad envidiosa. ¿Es que no tengo
derecho a ser como ellos?
Estábamos ya en vísperas de Nochebuena. Empecé
a oír voces, que me sacaron bruscamente de mis reflexiones. Agucé el oído. Era
una voz masculina, fuerte y ronca. Se trataba de D. José, el pater familiam.
—A ver, Susana y Carlos — el tono del
padre era autoritario, como siempre, dirigiéndose a sus hijos — mamá y yo
tenemos que salir, pero es mejor que no vengáis; primero tengo que pasar por la
consulta y después nos meteremos en el follón del centro de Madrid para comprar
unas chucherías que nos faltan. No tardaremos mucho, pero es posible que se nos
haga tarde. Que no me entere yo de que habéis hecho alguna trastada; mucho ojo,
o me las pagaréis…
—Podéis aprovechar y ver la televisión o
jugar con la consola; hoy os damos permiso ilimitado — intervino Carmela, la
madre, conciliadora y tratando de quitar hierro a las amenazas de su marido con
una leve sonrisa.
—Sí, papá, gracias mamá — dijeron los
dos a coro, como si se hubieran puesto de acuerdo, eso sí, con cara de
aburridos y mirando al cielo con resignación.
“Parece que ya se han marchado”, me dije
a mí mismo al oír el ruido de la puerta cerrándose.
Me figuraba yo que iba a tener una tarde
aburrida, si es que los chicos se fueran de verdad a jugar. “¡Cómo me gustaría
que viniera Susana a verme!”, pensé con ensoñación, pero con pocas esperanzas
de ello.
Volví a mis reflexiones. La verdad es
que me sentía muy solo, y más desde que ya se había echado la noche encima. Me
parecía ser un pájaro enjaulado, andando de una punta a otra del cuartucho en
el que estaba. Yo me había creído que en los tiempos actuales, las costumbres
habrían evolucionado y que la gente fuera más civilizada, pero no era así. Con
los de mi raza no tenían piedad; ¡qué mal les habíamos hecho! ¡Ni en Navidad
cambiaban!
De repente, oí un ruido en la puerta del
cuarto. ¡Alguien estaba queriendo entrar! ¿Sería Susana? Mi gozo en un pozo;
era el animal de Carlos. Me acurruqué al fondo del cuartucho. La forma que
tenía de mirarme no me gustaba nada; hasta creí ver un poco de saliva que le
salía por las comisuras de la boca. Entró levantando los brazos de forma
amenazadora; era más alto que yo y estaba claro que era más fuerte.
—Ahora verás — me dijo sin perder su
aviesa sonrisa — no te preocupes, que no te va a doler. Les voy a hacer un
favor a los demás, pues cuando vuelvan ya estará todo hecho. Y mi hermana no se
va a enterar…
Empecé a asustarme de verdad; el
gamberro de Carlos se acercó a mí, me agarró por el cuello con una mano y con
la otra me cogió la cabeza, girándola como si fuese un sacacorchos alrededor de
mi propio cuello… ¡me estaba asfixiando! Intenté defenderme, pero el animal
aquél se me echó encima inmovilizándome y continuó con sus maniobras asesinas.
En ése momento, probablemente por el
ruido que estábamos haciendo, apareció Susana en el quicio de la puerta con una
escoba en las manos, con la que le arreó a su hermano con todas sus fuerzas.
—¡Eres un mamón! ¿No te he dicho que le
dejes en paz?
Afortunadamente, tras el golpe, Carlos
me soltó y mi cabeza deshizo el par de vueltas que ya llevaba encima y por fin
pude volver a respirar. ¡Qué poco había faltado! Menos mal que mi cuello es muy
flexible y no se partió. ¡Qué bruto el chaval!
Susana se acercó a mí y me rodeó con sus
brazos, acariciándome la cabeza; yo me dejé hacer, emocionado como estaba.
—Pobrecito — me dijo ella — conmigo
estás a salvo. No dejes que se te acerque otra vez el bruto éste…
Puse mi cabeza en su regazo, cerré los
ojos y me sentí feliz; ya ni me acordaba del mal momento que había pasado.
Pero las sorpresas de aquél día no se
habían terminado. De repente, los tres oímos ruido de cristales rotos en una de
las ventanas, una más pequeña que había en el baño y que no tenía barrotes, por
falta de previsión en su día.
—¡¡Son ladrones!! — gritó Susana, muy
asustada.
Carlos nos miró a los dos y salió
corriendo, pero no a donde creímos que iba, a ver quién era, sino que tiró a
toda velocidad para el piso de arriba. Estaba claro que iba a esconderse, el
muy cobarde.
Susana se quedó petrificada,
permaneciendo en la cocina, sin hacer ruido.
Por la ventana aquella habían entrado
dos individuos con un pasamontañas; al oír los pasos del chaval subiendo la
escalera, se alarmaron.
—¿No me habías dicho que aquí no iba a
haber nadie? — soltó uno de los intrusos, dirigiéndose a su compañero.
El otro se mordió los labios; con el
pasamontañas no se notaba.
—No conté con que los niños se quedaran
aquí solos… vamos a ver dónde están. Tú mira arriba entre que yo voy a la
cocina…
Mientras que el primero subía despacio
las escaleras, el otro se dirigió a la cocina, donde Susana se había escondido
debajo de la mesa. Lo malo es que se la distinguía demasiado bien, por lo que
el tipo no tuvo más que meter la mano debajo y agarrarla por los pelos. La
joven empezó a resistirse, pero el otro no la soltó. Harto de la resistencia de
la chica, le dio una bofetada.
—¡Cállate! ¡Ya me estás diciendo dónde
guardan tus padres las joyas y la pasta!
La bofetada encendió a la chica y la
rabia pudo más que el miedo; sobre la encimera había un cuchillo, lo agarró e
intentó clavárselo al ladrón, pero éste logró apartarse a un lado a tiempo, sin
poder evitar recibir un corte profundo en un brazo.
El ladrón, enfurecido, agarró a Susana y
la tiró al suelo.
Al ver aquello desde mi cuartucho
aledaño a la cocina, que mi querida niña estaba siendo atacada y maltratada de
aquella manera, se me nubló la vista de rabia, salí del habitáculo que con el
jaleo se había quedado con la puerta abierta y me abalancé sobre el canalla
aquél, que no se esperaba a un tercero en discordia. Con mis afiladas garras
rompí el pasamontañas, le rajé la cara y le clavé el pico en un ojo, que salió
de su órbita y se quedó colgando fuera. La imagen resultaba grotesca, pero no
para el ladrón, que empezó a aullar como un poseso, corriendo de un lado a otro
del salón, sin saber por dónde iba. Yo le perseguí a grandes saltos, me subí al
armario sin darme cuenta de que tiraba todo el cacharrerío que había encima, de
ahí volé a la lámpara rompiendo varias bombillas y desde esa elevada posición
piqué contra el intruso agarrándome a su cabeza, clavándole mis garras todo lo
hondo que pude, haciendo que se fuera al suelo sin poder ya defenderse.
En ese momento apareció el otro bandido,
que había bajado por la escalera llevando cogido a Carlos de un brazo, atónito por
lo que estaba viendo. El muchacho, al notar que la presión en su brazo
disminuía, se soltó de golpe y con todas sus fuerzas le atizó una patada en la
espinilla, haciendo que el ladrón se retorciera de dolor; Susana, al mismo
tiempo, agarró la escoba y le dio un fuerte escobazo. Al ver la reacción de la
chica desde la lámpara en la que yo estaba subido, decidí repetir la misma
maniobra aeronáutica, subiéndome encima de la cabeza del intruso y clavándole
el pico repetidamente. Al mismo tiempo, el chaval le estaba pegando unas
tremendas patadas en las costillas y Susana le metía el palo de la escoba en
salva sea la parte, haciendo que el intruso perdiera el sentido de puro dolor.
El primer bandido rebulló y se levantó
con dificultad intentando escapar, agarrándose el ojo que llevaba fuera. Me
dije que eso no estaba bien y volví a lanzarme “a estilo cóndor” sobre él,
subido en sus hombros y clavándole el pico; el hombre iba de un lado al otro
del salón sin ver, rompiendo la cristalería y todo lo que pillaba en su camino;
tropezó con una silla y se terminó golpeando la cabeza contra una esquina de la
enorme y maciza mesa, perdiendo también el sentido.
Ya más tranquilos, nos quedamos los tres
sentados en el suelo, jadeantes; los chicos me estaban mirando con asombro.
Susana, con los ojos muy abiertos, se acercó a mí reptando sobre sus rodillas y
me abrazó. Naturalmente, yo me acurruqué en su regazo, cerrando los ojos y
sintiéndome feliz.
—¡Nos has salvado la vida! — me susurró
la muchacha acariciándome la cabeza con ternura.
—¡Todavía no me puedo creer que le
debamos la vida a un pavo que nos íbamos a comer mañana! — añadió por su parte
el chico, alargando su mano hacia mi ala derecha — perdona, macho, te juro que
no volveré a intentar matarte...
Ni se daba cuenta el chico que le estaba
hablando a un pavo…
Y es que yo, me da vergüenza decirlo,
soy un pavo, feo y negro zaíno, con un plumaje ralo y despeinado, no como mis
primos, mucho más guapos, que campan libres por los idílicos jardines del
Palacio Real; a lo mejor se llaman “pavos reales” también precisamente por eso…
En ese momento, se oyó el ruido de una
llave en la puerta de la casa; ¡llegaban los padres!
Cuando don José y su mujer entraron en
el salón, no se podían creer lo que estaban viendo; allí parecía que se había
desencadenado una batalla campal, cristales por todo el suelo, la lámpara medio
rota, las sillas volcadas, y a sus chicos sentados en el suelo con el pavo que
se iban a comer al día siguiente retozando en el regazo de su hija.
—Pero… ¿qué ha pasado aquí? — inquirió
D. José, todavía atónito, mirándome a mí con alevosía, pues todo indicaba que
el causante de aquél destrozo había sido yo — ¿Por qué habéis sacado al pavo de
su recinto?
Justo cuando decía eso, se dio cuenta de
la presencia de los dos ladrones tumbados sin sentido y con la cara
ensangrentada. Tanto el padre como la madre pegaron un sonoro respingo.
—¿Y éstos? ¿Quiénes son? ¿Qué pintan
aquí?
—Pues que a lo mejor gracias a este
pavo, que nos ha salvado la vida, seguís teniendo hijos, aparte de las joyas y
el dinero que estos tipos se hubieran llevado — le respondió Susana con firmeza,
mirando de reojo también a su madre.
—Bueno, yo le he pegado a éste unas
cuantas patadas… — interrumpió el chico, queriendo llevarse algún mérito.
—Sí, pero cuando el trabajo ya lo había
hecho el pavo como una furia divina y habiéndole sacado el ojo a uno… ¡no te
digo, el valiente, escondido bajo la cama! — Susana estaba lanzada — Desde
luego, el que pretenda matar a este pavo, tendrá que pasar primero por encima
de mi cadáver!
De repente, a la muchacha le entró la
risa floja.
—¿De qué te ríes? — le preguntó doña
Carmela.
Su hija le respondió entre lágrimas de
risa.
—¡Pues que me estoy imaginando la cara
que van a poner los de la policía cuando vengan a llevarse a estos tipos y les
contemos que el héroe ha sido el pavo!
Poco a poco, los padres fueron
digiriendo lo que había pasado, aunque todavía les costaba creerlo; al
principio, viendo el desastre en el salón, habían creído que estaban siendo
engañados, pero a la vista de los dos ensangrentados individuos, no había duda.
Lo cierto es que D. José ya me miraba de
otra manera; se le veía profundamente conmovido y agradecido, lo mismo que doña
Carmela.
* * *
Al día siguiente, en Nochebuena, nos
encontrábamos todos celebrándola en el comedor de la casa, bien engalanada con
motivos navideños.
Allí estábamos todos, incluso yo; mi
querida niña había colocado un gran cojín encima de una de las sillas de la
mesa, a su lado. Formábamos un cuadro enternecedor: el padre, presidiendo la
mesa, la madre, poniendo cara de circunstancias sin poder evitar una sonrisa
mirando a su “prevista cena”, que era yo,
sentado a la mesa moviendo feliz mi apéndice colorado bajo la nariz
(bien se podía decir que la cena no era moco de pavo); el chico, guiñándome un
ojo y Susana sentada a mi lado echándome
un brazo por encima del lomo. Y yo feliz, claro.
A los postres, el padre nos miró a todos
entre serio y divertido.
—Bueno, teniendo en cuenta lo sucedido,
no he tenido inconveniente en que pasemos las fiestas compartiendo nuestra vida
cotidiana con tu pavo, hija mía, pero todo tiene un final. ¡No querrás que esta
extraña situación dure toda la vida! Está claro que no nos lo comeremos, pero,
¿qué hacemos con él? El pobre bicho tampoco se debe sentir bien en esta
situación por mucho tiempo…
Me estremecí; para mis adentros me decía
“Yo quiero estar al lado de mi Susanita, para siempre…”, pero no me salían las
palabras y sólo era capaz de repetir “glo, glo, glo”, mirando alternativamente
a D. José y a mi chica, con cara de pavo degollado.
—¿Alguna idea? — preguntó el padre,
mirando a todos.
Susana se me quedó mirando; parecía que
hubiera leído mis pensamientos.
—La verdad es que he llegado a querer
mucho a este animalito, aparte de lo agradecida que le estoy por lo bien que me
ha defendido, pero comprendo que no puedo retenerlo conmigo para siempre. No
funcionaría. Sin embargo, tengo una idea que me parece pueda ser la solución.
Todos, hasta yo, la miramos expectantes.
—Primero le vamos a poner un nombre:
“Príncipe”. Y luego, te voy a pedir una cosa, papá; si no la haces, Príncipe se
quedará aquí conmigo para siempre.
Don José enarcó una ceja, sin adivinar
lo que le pediría su hija.
—No me preguntes cómo lo sé, pero
Príncipe quisiera ser un pavo real, como ésos tan bonitos que hay en los
jardines del Campo del Moro. Tú eres uno de los mejores cirujanos plásticos de
España; estoy convencida que si dispones de las suficientes plumas, serás capaz
de injertarlas a Príncipe…
Me estremecí; ¡Convertirme en pavo real!
¡La ilusión de mi vida!
Susana me clavó su mirada con los ojos
chispeantes; lo único que supe hacer fue mover la cabeza de arriba a abajo y tratar
de sacar una mueca que se pareciese a una sonrisa, pero con el pico eso era un
rato difícil; sin embargo, lo entendieron.
—Papá, por favoor… — dijo Susana mirando
a su padre de forma que éste no pudo negarse.
* * *
El invierno ha pasado y ya estamos en
primavera.
Caminaba yo cerca de la fuente que hay
en el centro del Campo del Moro, cuando vi a lo lejos a una pavita preciosa que
me miraba desde debajo de un banco. El corazón me dio un vuelco; ¡ésa era mi
chica!
Me acerqué a ella hinchando el pecho
todo lo que pude y procedí a abrir mi cola en todo su esplendor. La pavita se
acercó a mí con un tierno “glo, glo”, significando que aceptaba ser mi novia,
rendida ante mis encantos.
Al cabo de no mucho tiempo, la imagen de
Susana se fue borrando poco a poco de mi memoria, como si se difuminase.
Un día me visitó; al verme tan bien
acompañado, sonrió. Y yo también.
KS,
Navidad 2017