PÁGINAS

28 enero 2021

VIDA PERDURABLE


 ...POR ILDEFONSO ARENAS


Presidir el Consejo de Administración de un gran banco, el más saneado, rentable y de mayor productividad del país, entraña, entre otras cosas, que, al vivir en la re­siden­cia instalada en los dos últimos pisos de la se­de central, no hace falta salir a tra­bajar. El trabajo es el que viene. Todos los días, incluso domingos y fies­tas de gua­r­dar. A las ocho en punto de la mañana. En forma de secretario par­ti­cu­­lar. Tam­­­bién vi­vía en el edificio, salvo que varios pisos más abajo y sin disponer de mil se­tecien­tos metros cuadrados, lo que incluía terrazas, jardín y piscina. Eso era para el jefe. Para él solo, que por algo era sol­tero. Para él solo, que por algo era sol­tero. Los super­­numerarios del Opus Dei pueden casarse, que la obra no aprie­ta donde no de­­be, pero a él ja­más le había in­teresado el ma­­tri­mo­nio. Qui­zá tam­poco las muje­­res. Ni los hombres. Na­­da que tuviera que ver con el se­xo. De­bi­lidades las tene­­­mos to­dos y él ha­bía te­nido las suyas, aunque sus pecadillos venían a ser como su banco: discretos, opa­­­­cos y misterio­sos. Unos peca­dillos de los que no sólo es­taba confesado, si­no que ni siquiera los recordaba, pe­se a contar con la memoria excep­cional de un gran banquero que ya sa­bía que lo sería mucho antes de ha­­­­cer la pri­mera co­mu­nión, no ya por ser tradi­ción fa­mi­liar, sino institu­­ción he­re­­­ditaria. Se rom­pería el día que falle­ciera o se jubi­lase ‑más probable veía él lo pri­mero‑, porque ni tenía hi­­­jos ni los tendría jamás, que sesenta y dos años no es edad para reproducirse. Tenía sobri­nos, por desgracias, pero aún fal­taba para tener que dejarles nada. Estaba bien de salud, sus costum­­bres eran mo­de­ra­das y se mante­nía en buena forma. Era de natu­ral estoico, poco da­­do al epi­­cure­ís­mo natural de sus colegas, así que se nadie se sor­pren­dería si a los ochen­­ta, y pudiera ser que a los no­­­venta, siguiese al timón.

El día se presentaba bien. Un esplendoroso martes de primavera, ese breve tiem­po que los sufridos madrileños disfrutan entre sequí­as, tor­men­tas, nevadas, contamina­­ción, obras, atentados, ruido, atascos, manifes­­­ta­cio­­nes, des­­fi­les, maratones, vuel­tas ciclistas, bodas reales y toda suerte de desdichas. Una plaga de inco­mo­di­da­des que a él no le afectaba, porque no solía salir. Por cues­tiones de trabajo, ja­más. Para verse con iguales, tampoco. La calidad de su cocina era cono­cida don­de de­­­bía serlo, de mo­­do que, para cualquiera con quien deseara él verse, almor­zar en su come­do­­r, o en la terraza cuando el clima lo permitía, era no só­lo una experien­cia gas­tro­nó­mi­ca de pri­me­ra categoría, sino un honor muy ex­clu­sivo del que po­cos po­drí­an alar­dear, si al­guno fuera tan imprudente como pa­­ra pre­su­­mir de ha­ber co­mi­­do en aque­­lla casa.

El secretario solía subir desayunado, pero aún manteniendo las distancias casi tanto como el primer día, veinte años hacía ya, el roce continuado acaba por suavi­zar las formas, de modo que al banquero ya no le importaba que so­bre la mesa, los dos frente a frente, hubiera dos ta­­zas de ca­fé, flojucho americano el suyo y con le­che para el esbi­rro. Repasaban el programa del día. Se presentaba tranquilo, sin ago­­bios. Ningún compro­mi­so para comer, aunque a la noche sur­gía uno que le in­­co­mo­daba seriamente: un con­cierto en el Teatro Real presidido por la Rei­na y fi­­nancia­do por él a título per­­sonal. Imposible, pues, declinar.

-¿Cómo dejó usted que me metiera en eso?

El secretario no contestó. Se limitó a componer un gesto de simpatía. Bien sabía que a Don Luis no sólo era imposible decirle qué hiciera o qué no hi­ciera, sino que tal cosa sería, en todo caso, función de sus consejeros. Él sólo era el secretario particular. Muchos pensaban que con su acceso privilegiado a Don Luis, y con los años que llevaba con él, su influencia debía de ser grande. Se con­fun­­dían. Él era lo que era: una mera extensión de la voluntad de su jefe y de su temible me­moria, el ser apenas humano que se ocupaba de su agenda y de que todo a su al­­rededor funcionase con armonía, y también el que se interponía entre su persona y el resto del mundo, pero sin ser otra cosa que la prolongación de su des­po­tis­­­­mo cierta­men­te ilustrado aunque no siem­­pre cor­tés. Si alguna vez hubiera inten­­­­tado ser algo distinto, en mi­nutos ha­bría ingresado en las listas del paro.

-El chico que viene a las nueve, ¿ha confirmado que vendría?

Lo decía según se levantaba. El secretario hizo lo mismo al tiempo de asen­­tir. Tras eso, desapareció. Es lo bueno de los secreta­rios anti­guos. Se dan perfecta cuenta de cuándo el jefe se quiere sumir en sus pensa­mientos. Él no sólo se quería sumir, si­no que llevaba días que­riendo sumirse, aunque unas cosas con otras no ha­bía te­nido tiempo. Los mis­mos días que habían trans­cu­rri­do desde que le llegó una car­ta personal. El secretario se las filtraba, pues en su mayo­­ría no eran más que pe­ticio­nes de dinero arteramente maqui­lla­das. Las contes­ta­ba él mismo, pero aque­lla sólo de­cía que un compañero de inter­na­do, catorce años litera sobre li­te­ra, escri­bía des­­de ultratum­ba para pedir­le que re­ci­bie­se a su hijo de tre­ce años. Le supli­caba una ho­ra de su vida y es­pe­ra­ba que no fue­ra pe­­dirle de­ma­sia­do.

No, no es demasiado, se dijo contrastando la primera imagen que surgía de su in­sondable memoria: Pepito, porque siempre le llamaron Pe­pi­to ‑él, en cambio, para todos era Luis y por poco no Don Luis‑, sonriéndole al trasluz de la leja­na bocamina el día que les llevaron a ver el Va­lle de los Caídos, aga­rra­do a dos chicas muy risueñas en uniforme de ursulinas que iban allí a lo mismo; se las había li­gado sobre la se­vera lápida de José An­to­nio y, buen amigo, se las traía para darle a elegir, tú verás cuál te gusta más, la piños de lata o la cu­los de vaso.

Pepito. Inseparables hasta los diecisiete. Desde ahí, qué poquitas veces ha­­­­bían coincidido. Pepito hizo Biológicas y Químicas, las dos a la vez, en aquella Complutense de los sesenta donde los comunistas por un lado y los del SEU por el otro parecían empeñados en que nadie diera palo al agua. Él, Derecho y Eco­nó­mi­cas en la Universidad de Navarra, tan en paz y tranquilidad como se supone deben reinar en una universidad de las buenas, las importantes, las que amamantan los cerebros de la mejor y más cristiana sociedad. Al acabar se vie­ron algu­na vez, aun­que para entonces eran muy distintos. El ya tenía cara de Pre­sidente del Con­­sejo ‑lo se­ría tres años después-, y Pepito te­nía una muy rara, tanto que le cos­taba evocarla. No de comunista, ni de radical. Nada que ver con la política. De ha­­ber sido de algo habría sido de ido. De te­ner sus ca­rreras en la cabeza, de sólo vi­vir para lo que a todas luces era una vo­ca­ción irre­sistible. Religiosa, si no mística. Un San Josemaría de la Bioquímica. Sema­­nas después marchó a los Estados Unidos. Al MIT. Ahí le perdió la pista. Tres años antes era una sombra olvidada. Dejó de serlo el día que le invi­ta­­ron a su funeral. Había muerto muy lejos de allí, en Nikumaroro, una isla perdida en el Pacífico. La familia ofrecía un oficio por su alma. Sin ganas, acudió. Nadie cono­cido, nadie que le co­no­­ciese, salvo el organizador, un an­tiguo alumno del internado que se ha­bía reenganchado; aunque no iba de sota­na era un padre más. No sabía por qué le ha­bían invitado; la lista, cerrada, le lle­­gó de California, don­­de vivía el difunto con su exigua familia, un hijo de diez años. Só­lo eso, que su­piera él. No, no había venido. Es probable que no ha­­ble nues­tro idioma. Sí, es ley de vida, polvo somos, en polvo nos convertiremos y a to­dos nos lle­gará. Pues gra­cias por venir y encantado de haberte vuelto a ver.

No hablaría español, era casi seguro. Un fastidio, porque si bien su inglés era excelente, muy culto, era un inglés para entenderse con sus iguales, con perso­nas inteligentes e instruidas. Un inglés que no le valdría frente a un adoles­cen­te cochambroso, integrado en alguna tribu suburbana de Los Angeles o de donde dia­blos saliera el mierdento. Lo cierto era que no sentía curiosidad. En todo caso, la de saber cómo fue la vida de Pepi­to des­de que sus vías bifurcaran. Sentía, eso sí, un deber autoimpuesto, una es­pecie de obligación. La misma que le había impelido a decir bueno, que ven­ga, pe­ro a primera hora. En su corazón, y no le apenaba re­co­nocerlo, que­da­ba po­co espa­cio pa­­ra sentimentalismos. Aún así, la figura de Pepito no se dejaba desinstalar. Por mu­cho tiempo que llevara sin evocarle, los rasgos de su cara se perfilaban en su men­te con pas­mo­sa nitidez. Algo curioso: no era el Pepito del principio, los dos pár­­vulos te­me­­ro­sos, ni tampoco el del final, paladeando en la desaparecida Califor­nia 47 sus úl­ti­mos whiskies, los de mirarse uno al otro pre­sintiendo que nunca más vol­verían a mirarse, la tarde antes de que Pepito se su­­bie­ra en el avión de Nue­va York y no regresara jamás. Era la del Pepito de sus mu­tuos trece años, los del gran esti­rón, los grandes sueños y las grandes pajas, si bien ésto no lo com­par­­­tí­an, que siem­pre fueron pudorosos en materia de pecados. El Pepito de las con­fi­den­cias ín­timas, de los proyectos disparatados ‑tam­po­co mucho; eran adoles­­­cen­tes, sí, aunque de un tipo razonable, tirando a prosaico‑, de las pri­­meras chi­cas, de los pri­me­­ros ena­mo­­ris­ca­mien­tos, de soñar con la Hayley Mills de Polly­anna ‑Pe­pi­to‑ y la Mandy Mi­ller de La Máscara Submarina ‑él‑, de unos días ver claro que sus mu­tuos porve­nires serí­an man­dar un submari­no y pilotar un avión de caza ‑res­pec­­­­ti­va­men­te‑, y otros, menos exaltados, dirigir el Ban­co de su pa­­dre y ense­ñar bio­logía mo­­lecular en Cambridge, que a Pepito siempre le pa­re­­ció más distin­gui­da que Ox­­ford o que cual­quier universidad ame­ricana.

El hijo de Pepito. ¿Habría salido a él? Qué raro que no viniera con la madre. Buena señal, pero extraño para un niño de trece años. ¿Habría muerto, también? Aho­ra que caía, ni siquiera sabía de qué murió Pepito, y eso que acabar a los 59 suele despertar curio­­si­dad, pues a esa edad parece que aún es pronto para postrar­­se ante Dios y rendir cuentas. ¿Las ha­bría rendido, Pepito? En el internado era de los remolones, de los que ha­­bía que per­seguir para que confesaran, de los que más sufrían las iras del to­nante director espi­ritual, tan poco par­tidario de aquellos flojos, que sóis unos flo­jos que no se daban con el debi­do ardor, con el debido en­tusias­mo. Curio­so que jamás ha­blaran de fé, ni en el in­ternado ni después. Des­pués. La Com­plu­ten­se. Buen lugar para ro­jos. Pepito nunca debió de ser un rojo, que si no ha­­bría ido a Mos­cú y no a Boston, pero algo descreído sí que debió de volver­­se. Los do­­min­gos en que se veían cuan­­do él iba por Madrid –pocos y a rega­­ñadientes; adora­­ba Nafarroa y tam­bién Zu­be­roa, y sobre todo Lapurdi, por lo que ape­nas se deja­ba sa­car de allí; quizá por eso fuera tan capaz de sorprender al em­baja­dor del PNV ante Su Banco razonándo­le los sin­sentidos del soberanismo en un euske­ra excelente, cosa por demás cruel, pues el otro era de los muchos eus­­kal­­dunes que dicen telefonúa en lugar de urrutiz­kin, esos que comien­zan las ora­­cio­nes en la lengua que se obli­gan a do­minar y que las terminan en la otra, la que los domina‑ solía ser a la salida de misa, en la California 47 de nada más cruzar la calle. Pocas cosas hay mejores que un riquísimo tortell para inaugurar el día, pues a comul­gar en Nuestra Se­ñora de Todos los Fachas se va en ayunas, pe­ro Pe­pi­to, a esas ho­ras, lo que te­nía era re­saca, jamás ham­bre. Otro flojo más...

¿Qué diablos querrá?, se preguntaba cuando sonó el teléfono interior, el que no pasaba por su secretaría.

-Don Luis, aquí está. Buena pinta, diría yo. Al­tito para su edad. De traje y corba­ta. Pelo corto, bien pei­nado. Zapatos limpios. Huele bien. No, viene so­lo. Pues no, en español y con buen acento. Sí, ahora mismo se lo envío.

Se había preguntado si someterle al habitual procedimiento ablandador, ha­cer­le aguardar veinte minutos, para contestarse que sería una mezquindad. El cha­­­val no podía venir a pedir nada. Cuando me­nos, ma­terial. No tras una carta ma­­nuscrita, de letra que no le había costado recordar y firmada por un padre muer­to hacía tres años. Si llega­ra con una madre desconsolada el motivo sería obvio y claro, pe­ro un niño de trece años que va solo al despacho de un presi­den­te de banco no es a pegar un sablazo.

-Don Luis, el joven señor Piernavieja...


Para seguir leyendo: 

http://interesactualidad.blogspot.com/2021/01/la-vida-perdurable.html


2 comentarios:

  1. Muy buena historia, Alfonso; ya sabes que la versión 1.0 la conocía desde hace tiempo; no sé cuál es ésta, pero calculo que será la 3.0. Eso se llama exprimir un buen limón, con permiso de nuestro querido Fernando, al que me parece recordar que ya se la enviaste.
    En cuanto al título “Vida perdurable”, tras leerla de nuevo, creo que sería más apropiado haberlo titulado “vidas clonadas”. Eso no es óbice para que la clonación fuera una forma de conseguir vivir eternamente, como ya hacen algunos animales, medusas e hidras, que en cierta forma rejuvenecen y vuelven a nacer en lo que podría denominarse “autoclonación”. A lo mejor la elección de nuestro compañero ha venido de sus apellidos, empezando por clonarse a partir de un niembro de pierna-nueva (perdón por el mal chiste).
    He de decir que entre una vida perdurable, contando además con impresoras 3D capaces de regenerar cualquier órgano de nuestro cuerpo partiendo del mismo material genético, prefiero ésta a tener que batallar con otros nueve clones como mencionabas. En tal caso, cada uno de mis clones tendría sus manías, a lo mejor hasta se enamoraba de las mismas chicas, total, que para eso prefiero la perdurable. En cuanto al envejecimiento del cerebro y la consciencia, es muy posible que se lograse un rejuvenecimiento a partir de la neuroplasticidad y la capacidad de crear nuevas neuronas; el problema sería la inmensa acumulación de recuerdos y experiencias que tras un periodo muy largo el cerebro terminaría por ir desechando para evitar recalentarse demasiado. Total, que la vida perdurable podría ser perfectamente posible y no una ficción, pero creo que debiéramos conformarnos con una vida extendida y periódicamente renovada, pues el problema que veo es que el concepto de “eternidad” pudiera ser igual de escalofriante que el de la muerte.

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  2. Curioso cuento. Yo creo que leí la versión 1.0. Esta debe ser la 5.0 por lo menos. Muy bonito.

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