...POR ILDEFONSO ARENAS
Presidir el Consejo de Administración de un gran banco, el más saneado, rentable y de mayor productividad del país, entraña, entre otras cosas, que, al vivir en la residencia instalada en los dos últimos pisos de la sede central, no hace falta salir a trabajar. El trabajo es el que viene. Todos los días, incluso domingos y fiestas de guardar. A las ocho en punto de la mañana. En forma de secretario particular. También vivía en el edificio, salvo que varios pisos más abajo y sin disponer de mil setecientos metros cuadrados, lo que incluía terrazas, jardín y piscina. Eso era para el jefe. Para él solo, que por algo era soltero. Para él solo, que por algo era soltero. Los supernumerarios del Opus Dei pueden casarse, que la obra no aprieta donde no debe, pero a él jamás le había interesado el matrimonio. Quizá tampoco las mujeres. Ni los hombres. Nada que tuviera que ver con el sexo. Debilidades las tenemos todos y él había tenido las suyas, aunque sus pecadillos venían a ser como su banco: discretos, opacos y misteriosos. Unos pecadillos de los que no sólo estaba confesado, sino que ni siquiera los recordaba, pese a contar con la memoria excepcional de un gran banquero que ya sabía que lo sería mucho antes de hacer la primera comunión, no ya por ser tradición familiar, sino institución hereditaria. Se rompería el día que falleciera o se jubilase ‑más probable veía él lo primero‑, porque ni tenía hijos ni los tendría jamás, que sesenta y dos años no es edad para reproducirse. Tenía sobrinos, por desgracias, pero aún faltaba para tener que dejarles nada. Estaba bien de salud, sus costumbres eran moderadas y se mantenía en buena forma. Era de natural estoico, poco dado al epicureísmo natural de sus colegas, así que se nadie se sorprendería si a los ochenta, y pudiera ser que a los noventa, siguiese al timón.
El día se presentaba bien. Un
esplendoroso martes de primavera, ese breve tiempo que los sufridos madrileños
disfrutan entre sequías, tormentas, nevadas, contaminación, obras,
atentados, ruido, atascos, manifestaciones, desfiles, maratones, vueltas
ciclistas, bodas reales y toda suerte de desdichas. Una plaga de incomodidades
que a él no le afectaba, porque no solía salir. Por cuestiones de trabajo, jamás.
Para verse con iguales, tampoco. La calidad de su cocina era conocida donde
debía serlo, de modo que, para cualquiera con quien deseara él verse,
almorzar en su comedor, o en la terraza cuando el clima lo permitía, era no
sólo una experiencia gastronómica de primera categoría, sino un honor
muy exclusivo del que pocos podrían alardear, si alguno fuera tan
imprudente como para presumir de haber comido en aquella casa.
El secretario solía subir desayunado,
pero aún manteniendo las distancias casi tanto como el primer día, veinte años
hacía ya, el roce continuado acaba por suavizar las formas, de modo que al
banquero ya no le importaba que sobre la mesa, los dos frente a frente,
hubiera dos tazas de café, flojucho americano el suyo y con leche para el
esbirro. Repasaban el programa del día. Se presentaba tranquilo, sin agobios.
Ningún compromiso para comer, aunque a la noche surgía uno que le incomodaba
seriamente: un concierto en el Teatro Real presidido por la Reina y financiado
por él a título personal. Imposible, pues, declinar.
-¿Cómo dejó usted que me metiera en
eso?
El secretario no contestó. Se limitó a
componer un gesto de simpatía. Bien sabía que a Don Luis no sólo era imposible
decirle qué hiciera o qué no hiciera, sino que tal cosa sería, en todo caso,
función de sus consejeros. Él sólo era el secretario particular. Muchos
pensaban que con su acceso privilegiado a Don Luis, y con los años que llevaba
con él, su influencia debía de ser grande. Se confundían. Él era lo que era:
una mera extensión de la voluntad de su jefe y de su temible memoria, el ser
apenas humano que se ocupaba de su agenda y de que todo a su alrededor
funcionase con armonía, y también el que se interponía entre su persona y el
resto del mundo, pero sin ser otra cosa que la prolongación de su despotismo
ciertamente ilustrado aunque no siempre cortés. Si alguna vez hubiera
intentado ser algo distinto, en minutos habría ingresado en las listas
del paro.
-El chico que viene a las nueve, ¿ha
confirmado que vendría?
Lo decía según se levantaba. El
secretario hizo lo mismo al tiempo de asentir. Tras eso, desapareció. Es lo bueno
de los secretarios antiguos. Se dan perfecta cuenta de cuándo el jefe se
quiere sumir en sus pensamientos. Él no sólo se quería sumir, sino que
llevaba días queriendo sumirse, aunque unas cosas con otras no había tenido
tiempo. Los mismos días que habían transcurrido desde que le llegó una carta
personal. El secretario se las filtraba, pues en su mayoría no eran más que
peticiones de dinero arteramente maquilladas. Las contestaba él mismo,
pero aquella sólo decía que un compañero de internado, catorce años litera sobre
litera, escribía desde ultratumba para pedirle que recibiese a su
hijo de trece años. Le suplicaba una hora de su vida y esperaba que no
fuera pedirle demasiado.
No, no es demasiado, se dijo contrastando
la primera imagen que surgía de su insondable memoria: Pepito, porque siempre
le llamaron Pepito ‑él, en cambio, para todos era Luis y por poco no Don Luis‑,
sonriéndole al trasluz de la lejana bocamina el día que les llevaron a ver el
Valle de los Caídos, agarrado a dos chicas muy risueñas en uniforme de
ursulinas que iban allí a lo mismo; se las había ligado sobre la severa
lápida de José Antonio y, buen amigo, se las traía para darle a elegir, tú verás cuál te gusta más, la piños de lata
o la culos de vaso.
Pepito. Inseparables hasta los
diecisiete. Desde ahí, qué poquitas veces habían coincidido. Pepito hizo
Biológicas y Químicas, las dos a la vez, en aquella Complutense de los sesenta
donde los comunistas por un lado y los del SEU por el otro parecían empeñados
en que nadie diera palo al agua. Él, Derecho y Económicas en la Universidad
de Navarra, tan en paz y tranquilidad como se supone deben reinar en una
universidad de las buenas, las importantes, las que amamantan los cerebros de la
mejor y más cristiana sociedad. Al acabar se vieron alguna vez, aunque para
entonces eran muy distintos. El ya tenía cara de Presidente del Consejo ‑lo
sería tres años después-, y Pepito tenía una muy rara, tanto que le costaba
evocarla. No de comunista, ni de radical. Nada que ver con la política. De haber
sido de algo habría sido de ido. De tener sus carreras en la cabeza, de sólo
vivir para lo que a todas luces era una vocación irresistible. Religiosa,
si no mística. Un San Josemaría de la Bioquímica. Semanas después marchó a
los Estados Unidos. Al MIT. Ahí le perdió la pista. Tres años antes era una
sombra olvidada. Dejó de serlo el día que le invitaron a su funeral. Había
muerto muy lejos de allí, en Nikumaroro, una isla perdida en el Pacífico. La
familia ofrecía un oficio por su alma. Sin ganas, acudió. Nadie conocido,
nadie que le conociese, salvo el organizador, un antiguo alumno del
internado que se había reenganchado; aunque no iba de sotana era un padre más. No sabía por qué le habían
invitado; la lista, cerrada, le llegó de California, donde vivía el difunto
con su exigua familia, un hijo de diez años. Sólo eso, que supiera él. No, no
había venido. Es probable que no hable nuestro idioma. Sí, es ley de vida,
polvo somos, en polvo nos convertiremos y a todos nos llegará. Pues gracias
por venir y encantado de haberte vuelto a ver.
No hablaría español, era casi seguro.
Un fastidio, porque si bien su inglés era excelente, muy culto, era un inglés
para entenderse con sus iguales, con personas inteligentes e instruidas. Un
inglés que no le valdría frente a un adolescente cochambroso, integrado en
alguna tribu suburbana de Los Angeles o de donde diablos saliera el mierdento.
Lo cierto era que no sentía curiosidad. En todo caso, la de saber cómo fue la
vida de Pepito desde que sus vías bifurcaran. Sentía, eso sí, un deber
autoimpuesto, una especie de obligación. La misma que le había impelido a
decir bueno, que venga, pero a primera
hora. En su corazón, y no le apenaba reconocerlo, quedaba poco espacio
para sentimentalismos. Aún así, la figura de Pepito no se dejaba desinstalar.
Por mucho tiempo que llevara sin evocarle, los rasgos de su cara se perfilaban
en su mente con pasmosa nitidez. Algo curioso: no era el Pepito del
principio, los dos párvulos temerosos, ni tampoco el del final,
paladeando en la desaparecida California 47 sus últimos whiskies, los de
mirarse uno al otro presintiendo que nunca más volverían a mirarse, la tarde
antes de que Pepito se subiera en el avión de Nueva York y no regresara jamás.
Era la del Pepito de sus mutuos trece años, los del gran estirón, los grandes
sueños y las grandes pajas, si bien ésto no lo compartían, que siempre
fueron pudorosos en materia de pecados. El Pepito de las confidencias íntimas,
de los proyectos disparatados ‑tampoco mucho; eran adolescentes, sí, aunque
de un tipo razonable, tirando a prosaico‑, de las primeras chicas, de los
primeros enamoriscamientos, de soñar con la Hayley Mills de Pollyanna ‑Pepito‑ y la Mandy Miller
de La Máscara Submarina ‑él‑, de unos
días ver claro que sus mutuos porvenires serían mandar un submarino y
pilotar un avión de caza ‑respectivamente‑, y otros, menos exaltados,
dirigir el Banco de su padre y enseñar biología molecular en Cambridge,
que a Pepito siempre le pareció más distinguida que Oxford o que cualquier
universidad americana.
El hijo de Pepito. ¿Habría salido a él?
Qué raro que no viniera con la madre. Buena señal, pero extraño para un niño de
trece años. ¿Habría muerto, también? Ahora que caía, ni siquiera sabía de qué
murió Pepito, y eso que acabar a los 59 suele despertar curiosidad, pues a
esa edad parece que aún es pronto para postrarse ante Dios y rendir cuentas.
¿Las habría rendido, Pepito? En el internado era de los remolones, de los que
había que perseguir para que confesaran, de los que más sufrían las iras del
tonante director espiritual, tan poco partidario de aquellos flojos, que sóis unos flojos que no se
daban con el debido ardor, con el debido entusiasmo. Curioso que jamás hablaran
de fé, ni en el internado ni después. Después. La Complutense. Buen lugar
para rojos. Pepito nunca debió de ser un rojo, que si no habría ido a Moscú
y no a Boston, pero algo descreído sí que debió de volverse. Los domingos
en que se veían cuando él iba por Madrid –pocos y a regañadientes; adoraba
Nafarroa y también Zuberoa, y sobre todo Lapurdi, por lo que apenas se dejaba
sacar de allí; quizá por eso fuera tan capaz de sorprender al embajador del
PNV ante Su Banco razonándole los sinsentidos del soberanismo en un euskera
excelente, cosa por demás cruel, pues el otro era de los muchos euskaldunes
que dicen telefonúa en lugar de urrutizkin, esos que comienzan las oraciones
en la lengua que se obligan a dominar y que las terminan en la otra, la que los
domina‑ solía ser a la salida de misa, en la California 47 de nada más cruzar
la calle. Pocas cosas hay mejores que un riquísimo tortell para inaugurar el
día, pues a comulgar en Nuestra Señora de Todos los Fachas se va en ayunas,
pero Pepito, a esas horas, lo que tenía era resaca, jamás hambre. Otro
flojo más...
¿Qué diablos querrá?, se preguntaba
cuando sonó el teléfono interior, el que no pasaba por su secretaría.
-Don Luis, aquí está. Buena pinta,
diría yo. Altito para su edad. De traje y corbata. Pelo corto, bien peinado.
Zapatos limpios. Huele bien. No, viene solo. Pues no, en español y con buen
acento. Sí, ahora mismo se lo envío.
Se había preguntado si someterle al
habitual procedimiento ablandador, hacerle aguardar veinte minutos, para
contestarse que sería una mezquindad. El chaval no podía venir a pedir nada.
Cuando menos, material. No tras una carta manuscrita, de letra que no le
había costado recordar y firmada por un padre muerto hacía tres años. Si llegara
con una madre desconsolada el motivo sería obvio y claro, pero un niño de
trece años que va solo al despacho de un presidente de banco no es a pegar un
sablazo.
-Don Luis, el joven señor Piernavieja...
Para seguir leyendo:
http://interesactualidad.blogspot.com/2021/01/la-vida-perdurable.html
Muy buena historia, Alfonso; ya sabes que la versión 1.0 la conocía desde hace tiempo; no sé cuál es ésta, pero calculo que será la 3.0. Eso se llama exprimir un buen limón, con permiso de nuestro querido Fernando, al que me parece recordar que ya se la enviaste.
ResponderEliminarEn cuanto al título “Vida perdurable”, tras leerla de nuevo, creo que sería más apropiado haberlo titulado “vidas clonadas”. Eso no es óbice para que la clonación fuera una forma de conseguir vivir eternamente, como ya hacen algunos animales, medusas e hidras, que en cierta forma rejuvenecen y vuelven a nacer en lo que podría denominarse “autoclonación”. A lo mejor la elección de nuestro compañero ha venido de sus apellidos, empezando por clonarse a partir de un niembro de pierna-nueva (perdón por el mal chiste).
He de decir que entre una vida perdurable, contando además con impresoras 3D capaces de regenerar cualquier órgano de nuestro cuerpo partiendo del mismo material genético, prefiero ésta a tener que batallar con otros nueve clones como mencionabas. En tal caso, cada uno de mis clones tendría sus manías, a lo mejor hasta se enamoraba de las mismas chicas, total, que para eso prefiero la perdurable. En cuanto al envejecimiento del cerebro y la consciencia, es muy posible que se lograse un rejuvenecimiento a partir de la neuroplasticidad y la capacidad de crear nuevas neuronas; el problema sería la inmensa acumulación de recuerdos y experiencias que tras un periodo muy largo el cerebro terminaría por ir desechando para evitar recalentarse demasiado. Total, que la vida perdurable podría ser perfectamente posible y no una ficción, pero creo que debiéramos conformarnos con una vida extendida y periódicamente renovada, pues el problema que veo es que el concepto de “eternidad” pudiera ser igual de escalofriante que el de la muerte.
Curioso cuento. Yo creo que leí la versión 1.0. Esta debe ser la 5.0 por lo menos. Muy bonito.
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