...POR JOSÉ ENRIQUE GARCÍA PASCUA
En 2016
escribí un comentario sobre el relato inédito de Ildefonso Arenas La vida perdurable, relato que plantea si en un
futuro acaso no muy lejano los seres humanos –que puedan pagárselo– estarán en
condiciones de acceder a la inmortalidad gracias a las técnicas de clonación:
cuando su vida haya alcanzado la suficiente madurez, el interesado, por un
elevadísimo precio, obtendrá un clon de sí mismo, pero más joven, y dicho clon,
en su momento, repetirá la operación, y así en sus vidas sucesivas, con lo que
el sujeto en cuestión gozará de vida eterna, mientras que en todas sus
encadenadas reencarnaciones siga disponiendo de la suficiente riqueza. Ahora,
retomo dicho comentario, al que añado algunas precisiones nuevas.
Vamos a ocuparnos de dos
puntos de discusión que suscita la tesis de Ildefonso Arenas, primero, si es
posible tal proeza tecnológica, segundo, si es deseable la vida perdurable.
Posibilidad de replicación de
un ser humano.
Desde que nació la oveja
Dolly, en 1996, no cabe duda de que los laboratorios pueden clonar un espécimen
de mamífero, incluido un hombre, insertando el ADN de una de sus células en un
ovocito previamente vaciado de su contenido genético y permitiendo que el
embrión, implantado en el útero de una hembra de la misma especie, se
desarrolle plenamente y nazca así un ejemplar genéticamente idéntico al
donante, aunque más joven que éste, que es lo que diferencia esta clonación artificial de la
clonación natural que da lugar a gemelos univitelinos. Hoy
en día, existe una línea de pensamiento llamada transhumanismo
que aspira a la transformación de la especie humana en otra que
supere sus limitaciones, en especial la limitación radical de la muerte del
cuerpo, para lo que se necesitará la tecnología, bien a través de la
manipulación biológica, como se describe en el relato de Arenas, bien por medio
de la identificación de la estructura funcional del cerebro que se supone que
permite el pensamiento, para trasladarla luego a otro soporte, o un reemplazo
de los componentes materiales del cerebro o un programa de inteligencia
artificial equivalente.
La primera dificultad con que
se encontrarían quienes pretendiesen alargar su existencia por medio de la
clonación es el hecho de que los clones nacen con sus genes envejecidos y, en
consecuencia, su esperanza de vida es muy corta, como parece demostrar el
destino que sufrió Dolly. Arenas estima en su narración que esta dificultad
será resuelta por los avances de la tecnología, y, de hecho, leo una noticia
que afirma que otras ovejas clonadas procedentes del mismo lote de células
mamarias del que nació Dolly han desarrollado sendas vidas ordinarias y
alcanzado una edad equivalente a la de un septuagenario humano (véase Investigación
y Ciencia, octubre de 2016, pág. 8). La dificultad decisiva, no obstante, es trasladar la
personalidad, o, si se quiere, el alma, del donante al nuevo ser, idéntico
físicamente, pero no anímicamente, como sucede con los hermanos gemelos, que
manifiestan personalidades totalmente autónomas en cuerpos exactos. Si tal cosa
no se realizara, el individuo original quedaría atrapado en su cuerpo y el
recién nacido devendría alguien absolutamente diferente, otro ser humano,
dotado de su propia alma. Arenas conoce esta dificultad y expone en su escrito
que los fabricantes de cuerpos de repuesto para almas deseosas de un destino
inmortal encontrarán una forma de transferir la completa personalidad del
donante al nuevo ser.
La sofisticada técnica de
transferencia –según cabe leer– consistirá en separar la personalidad en tres
partes, las impresiones sensoriales registradas en la memoria, las reacciones
aprendidas y la consciencia y traspasarlas una después de otra del primero al
segundo ente. Semejante empeño, sin embargo, parece que no se corresponde con
la realidad del funcionamiento de nuestro cerebro, en donde las distintas
actividades psíquicas no residen en lugares concretos, sino que son resultado
de la interacción de multitud de neuronas, y hay entre ochenta y seis mil
millones y cien mil millones de neuronas en el cerebro humano, que comunican
entre sí por medio de cien billones de sinapsis, contactos interneuronales que
se crean o se inhiben constantemente en función de la propia actividad
cerebral, mediatizada por la experiencia pasada y por la situación del momento,
lo que retrata a nuestro cerebro como un órgano plástico y a nuestra
personalidad como una realidad en permanente cambio. En términos informáticos
de andar por casa, diríamos que no sólo se modifican con el uso las bases de
datos y el software, sino también el hardware, el cual se adapta
a las necesidades funcionales.
Tan compleja maquinaria no
parece posible de ser replicada, al modo como
quieren los transhumanistas, en un cerebro nuevo (biológico o sintético)
ni tampoco por medio de un programa informático, porque, de hecho, la
fisiología del sistema nervioso se reduce sólo a la transmisión de corrientes
bioeléctricas a través de los axones y a la secreción de neurotransmisores en
las vesículas sinápticas, y esto sucede igual en todo el cerebro, pero el
resultado de dicho proceso es muy diferente según la zona activada y según
estén organizadas las redes neuronales intervinientes, y esta organización es
tal que desvelar la correspondiente a la corteza cerebral de un ratón
precisaría de ordenadores capaces de procesar trescientos teraoctetos de datos
en una hora (cf. Yuste,
Rafael, y Church, George M.: “El
nuevo siglo del cerebro”, en Investigación y Ciencia, mayo de 2014, pp.
16 a 23), lo que acaso sea una faena al alcance de la alta tecnología (hay
algunos proyectos en marcha que remedan cibernéticamente las redes neuronales,
pero más bien con vistas al desarrollo de la inteligencia artificial), o no,
pero ciertamente onerosa y lenta, incluso para ponerla en práctica una sola
vez, lo que entra en conflicto con la ya citada permanente transformación del
cerebro en función de las cambiantes circunstancias, hecho que implica la
necesidad de una replicación en cada instante.
Lo que a mí más me atañe,
empero, no es el problema de la replicación del funcionamiento del cerebro,
sino el de determinar en qué consiste la naturaleza de la consciencia. Arenas
considera que la consciencia es únicamente una parte de la personalidad, del mismo
rango que las impresiones y las reacciones, pero la consciencia no forma parte
de la personalidad, sino que es la personalidad en sí misma, la propia
identidad, por eso, también la podríamos llamar alma, autoconciencia, o el
sujeto de todas nuestras representaciones.
La concepción filosófica más
primitiva del alma es la que la entiende como una sustancia separable del
cuerpo (y eventualmente inmortal), pero esto ha sido discutido a lo largo de la
historia de la filosofía. Si nos quedamos más bien con lo que aprendemos de la
tan de moda neurociencia, hemos de concluir que la consciencia no consiste en
algo distinto al cuerpo, sino que emana de la fisiología del propio cuerpo, del
funcionamiento del sistema nervioso, pero que trasciende al propio cuerpo y se
convierte en una realidad no corpórea. En efecto, la consciencia es una propiedad
emergente del cerebro activo, como una propiedad emergente del motor de un
Ferrari GTO es la potencia que desarrolla, que no es meramente el conjunto de
las piezas del motor, sino algo nuevo, que emerge de la interacción entre
dichas piezas.
El disgusto para los pobres
mortales es que, si el alma depende del funcionamiento del cerebro, no podrá
pervivir más allá de la corrupción de la carne, pero esto no es óbice para comprender
que, a pesar de ello, el alma –la consciencia– es trascendente al mundo físico
y la causa de que los seres conscientes habitemos en otro mundo, el mundo
ideal, el mundo de las ideas, y de que podamos comunicarnos por medio del
lenguaje e intercambiar entre nosotros el conocimiento de nuevas ideas,
característica exclusiva de nuestra especie.
Y, para terminar, encuentro
una última objeción al proyecto de conseguir la vida perdurable por medio de la
técnica avanzada, y es que los individuos humanos no son eternos, pero tampoco
lo es la humanidad y, desde luego, tampoco este sistema socioeconómico en que
nos ubicamos y que ha de ser el garante de que los ricos puedan permitirse una
sucesión de clonaciones. Estamos arrastrados por una marea de crecimiento
exponencial en todos los órdenes, productivo, demográfico, tecnológico, pero
moramos en un planeta de recursos limitados y dañado por la acción humana, de
donde se sigue que a este sistema le queda poco recorrido, y colapsará antes de
que ese proyecto de clonación a la carta pudiera ponerse en práctica, y, aunque
sobreviviéramos al colapso, no podríamos permitir, en la situación sobrevenida,
el dispendio que supone el capricho de unos cuantos de ser inmortales.
Conveniencia de la vida perdurable.
El hombre feliz teme a la
muerte, no por el tránsito en sí mismo, sino porque supone el final de todas
las cosas agradables de este mundo, y la separación de sus seres queridos; por
esto, las personas buscan consuelo en las religiones que prometen la vida
eterna. Algunas religiones, más razonables, prometen la vuelta a este mundo
tras una reencarnación y otras, en cambio, prometen la eternidad más allá de
este mundo, en un estado de felicidad perpetua que resulta difícil de
comprender para quien no haya llegado a un nivel de desprendimiento tal que le
haga despreciar la bajeza de la vida terrena y aspirar a un permanente ilapso,
o bien prometen el destino que merezcan sus actos terrenos: el eterno
sufrimiento de tormentos sin tregua y sin esperanza para los malos o una
permanente diversión entre las huríes del Edén para los buenos.
«Ser inmortal es baladí;
menos el hombre, todas las criaturas lo son, pues ignoran la muerte; lo divino,
lo terrible, lo incomprensible, es saberse inmortal. He notado que, pese a las
religiones, esa convicción es rarísima. Israelitas, cristianos y musulmanes
profesan la inmortalidad, pero la veneración que tributan al primer siglo
prueba que sólo creen en él, ya que destinan todos los demás en número infinito
a premiarlo o a castigarlo» (Jorge Luis Borges:
“El inmortal”, capítulo IV. Narración recogida en El Aleph, Ed.
Alianza/Ed. Emecé, Madrid/Buenos Aires, segunda edición en “El Libro de
Bolsillo” 1972, p. 21). Borges, a continuación, reflexiona sobre el estado en
que se encuentra quien aquí en la tierra ha conseguido la inmortalidad por
haber bebido de las aguas del río que libra de la muerte. La constante vuelta
una y otra vez de lo ya experimentado a lo largo de un tiempo dilatado termina
por anular la personalidad. «No hay méritos morales o intelectuales. Homero
compuso la Odisea; postulado un plazo infinito, con infinitas circunstancias y
cambios, lo imposible no es componer, siquiera una vez, la Odisea. Nadie es
alguien, un solo hombre inmortal es todos los hombres. Como Cornelio Agrippa,
soy dios, soy héroe, soy filósofo, soy demonio y soy mundo, lo cual es una
fatigosa manera de decir que no soy» (loc. c., p. 22).
Muchos literatos, además de
Borges, se han ocupado de la inmortalidad. Puedo citar a Jonathan Swift y sus Viajes
de Gulliver (1726). El protagonista, en uno de sus viajes, llega a
Luggnagg, tierra en que unos pocos de sus habitantes nacen predestinados a ser
inmortales, pero no por ello se salvan de envejecer. Frente al ingenuo deseo de
Gulliver de ser como aquéllos, sus interlocutores nativos le explicaron que la
inmortalidad no es una condición halagüeña: «[Los inmortales] no sólo eran
tercos, codiciosos, huraños, vanos y charlatanes, sino también incapaces de
amistad y muertos para todo afecto natural, que nunca se extendía más allá de
sus nietos. La envidia y los deseos impotentes eran sus más notorias pasiones.
Pero las cosas que más parecían envidiar eran los vicios de los jóvenes y la
muerte de los viejos» (Tercera Parte, capítulo X). Las leyes desposeen al
inmortal de sus bienes al cumplir los ochenta años, que pasan a disposición de
sus herederos, e incluso terminan por no ser capaces de comunicarse con sus
compatriotas, pues el idioma cambia a lo largo del tiempo.
Mencionaré ahora a Enrique
Jardiel Poncela, que también se ocupa de la inmortalidad en su comedia Cuatro
corazones con freno y marcha atrás (1946), protagonizada por un restringido
grupo de personas que se acogen al portentoso descubrimiento de una de ellas,
un médico que ha encontrado el elixir de la eterna juventud. Inmortales y
siempre jóvenes, la vida se vuelve tediosa para ellos, sin alicientes ni
objetivos, como le sucedía al inmortal de Borges, hasta que aquel médico crea
un nuevo elixir que, en vez de proporcionarles una eterna juventud, invierte el
proceso biológico y les aboca a rejuvenecer progresivamente, con la meta
inevitable de llegar al momento del nacimiento y fundirse con la nada en el
útero materno. Ellos ya son felices, porque la vida les está deparando
continuas y nuevas experiencias que les permiten disfrutar, y se afanan en
vivir intensamente, porque tienen marcado el fin de su existencia.
La enseñanza que se desprende
de las anteriores reflexiones literarias es que el ser humano está hecho para
vivir una vida con ineludible final y en la que debe buscar la consecución de
objetivos en un plazo dado. Si nos salimos de esta expectativa por haber
burlado a la muerte, no nos queda sino el hastío, y, además, la pérdida del
contacto con nuestros allegados y de nuestro lugar en la sociedad, la cual se
basa en el relevo de una generación por otra; tal es lo que espera a un
hipotético inmortal.
Torrecaballeros, 30 de enero
de 2021.