...por ILDEFONSO ARENAS
La persecución duraba ya dos horas. Lo
habían avistado desde muy lejos. Apenas un leve hilillo de humo que surgía más
allá del horizonte, delator de motores diesel necesitados de un buen recorrido.
El capitán Burnett no se lo pensó. Aquellas aguas eran raras para las rutas
comerciales, y aún más si se trataba de motonaves, pues en los primeros
años cuarenta casi todo el tráfico del Índico se impulsaba por vapor. Nuevo
rumbo, 1-8-0; máquinas, doscientas ochenta revoluciones, veintiocho nudos;
calderas, máxima presión; torres A y X, munición perforante; torres B e
Y, granadas explosivas con espoletas de retardo; a todos: preparados para zafarrancho
de combate.
A la media
hora de persecución el guardiamarina Boots, nacido en Hobart veinte años
antes, ya veía con claridad el buque sospechoso: una motonave holandesa bastante
grande. Alrededor de diez mil toneladas. No debía de ir a plena carga, porque
rolaba más de lo normal. También podría ser que tomaba la mar muy de banda
y a excesiva velocidad. Diecisiete nudos, estimaba él desde su puesto en la
aleta de babor del puente de combate, al cargo de los vigías. Él también
hacía de vigía, con unos prismáticos bastante mejores que los de su gente y
que, al no estar fijados a la plancha, podía orientar a su antojo. Gracias
a eso seguía, sin perderse una letra, el exasperante diálogo de señales. Diez
pies a su derecha, un señalero transmitía preguntas por semáforo. El aparente
holandés no se demoraba demasiado en contestar, aunque siempre lo hacía por
medio de banderas. Si hay un código que acabe con cualquier paciencia, es
ése. Lento, impreciso y capaz de dar lugar a irreparables confusiones. Al
tiempo, las distancias caían y caían. Podía oír a los telemetristas cantarlas
con monótona desgana: catorce mil yardas... trece mil novecientas...
trece mil ochocientas... cambia de rumbo, a babor, se aleja... También oía
las órdenes del capitán: rumbo 1-6-5, veintinueve nudos, artillería secundaria
en zafarrancho de combate.
A ocho mil
yardas varias cosas eran evidentes. La primera, que el capitán holandés hablaba
un inglés horrible. Ni entendía de primeras las señales Scott ni sus respuestas por banderas solían tener nada que ver
con las preguntas. Sólo se le había entendido la identidad, Sträat Malaka, navegando de Batavia a
Lourenço Marques con carga general y algunos pasajeros. Era un dato
consistente no sólo con lo que se sabía del tal Sträat Malaka, sino con la información compulsada por la Royal
Australian Navy en su base de Fremantle, con la que se mantenía un contacto radio
un tanto errático, a causa de la distancia y, quizá, del gran calor que hacía
en ese final de primavera en el Índico australiano. El supuesto Sträat Malaka, al mismo tiempo y por la
radio que no quería usar en el trato con ellos, transmitía sin cesar, en el
lamentable inglés de su capitán, un mensaje de alerta, el de ser perseguido
por un barco de guerra no identificado, quizá un acorazado de bolsillo alemán.
Lo último había causado alguna sonrisa en el puente. Muy burro había que ser
para confundir un pocket battleship
de quince mil y pico toneladas con un crucero ligero de la clase Leander, apenas siete mil, que otra cosa
no era el HMAS Sydney, pero ya se
sabe cómo son los holandeses. Ahora que lo pensaba el guardiamarina, el
ambiente del puente y de la cámara de mando, en el Sydney, no era tenso. Tras dos años sirviendo a bordo bien sabía
distinguir entre ambientes de puente de combate. Allí, sin ir más lejos, había
vivido el duelo a cañonazos con el Bartollomeo
Colleoni, frente al cabo Espada. Un crucero ligero italiano tan potente como
el Sydney, de igual tamaño, similar
armamento y un punto más veloz, pero sin suerte, o sin unos mandos igual de
competentes. Un duelo que acabó con el otro yéndose a pique. Ahí sí hubo tensión,
como la hubo, en general, los muchos meses que pasaron en el Mediterráneo,
hasta que fueron relevados por el HMS
Neptune y enviados de regreso al
Índico, a proteger unas aguas que por entonces hervían de corsarios alemanes,
disfrazados y sin disfrazar. De aquello habían pasado varios meses. La tensión,
gracias a los dioses, se había relajado de un modo significativo, por ya no
haber rastro de alemanes en el Índico. El HMS
Dorsetshire, seis meses antes, había
hundido al cañón un corsario camuflado, se decía que el mítico Pinguin, y en cuanto al acorazado de
bolsillo Admiral Scheer, que durante
seis meses había sembrado el pánico entre Wellington y Mozambique, se le
sabía de regreso en Gotenhafen. Eran ya tres meses desde la última
vez que se perdiera un barco en la cercanía de Australia, y la sensación de
temor que siguió a la voladura de tres cargueros en las bocanas de Auckland,
por culpa de los cientos de minas sembradas por el Black Rider, un corsario que realmente se llamaba Orion aunque se tardó meses en saberlo,
hacía mucho que se había desvanecido. Ya no eran tiempos para salir a la
mar en un mercante armado, lo sabía él y lo sabían todos a bordo, pero aún
quedaban muchos avitualladores y forzadores del bloqueo, cargueros aparentemente
inofensivos que vagaban por los siete mares pertrechando a los submarinos y
a los corsarios, o llevando y trayendo mercancías estratégicas entre Burdeos
y Yokohama. El supuesto Sträat Malaka,
si de verdad fuera un avituallador, estaba demasiado lejos de los teatros
de guerra submarina. Estaba, en realidad, muy lejos de cualquier parte, porque
las islas Abrolhos, a trescientas millas de Fremantle, quedaban fuera de
todas las rutas marítimas. Quizá fuera, como sospechaba el capitán, uno
de los aún numerosos y en verdad escurridizos forzadores del bloqueo,
verdaderos fantasmas de los mares, aunque a él, guardiamarina Boots, no se
lo parecía. Si no por otra cosa, por su tamaño. Los forzadores del bloqueo
eran uniformemente pequeños, pues rara vez superaban las cinco mil toneladas.
También, porque no se sabía de tripulación femenina en los barcos alemanes,
ni en los de guerra ni en los de carga, y él llevaba unos minutos pendiente
de dos mujeres que se tostaban en la cubierta del supuesto Sträat Malaka, junto a lo que parecían
ser un bar y una piscina.
-¿Alguna
novedad, señor Boots?
El
segundo comandate. Parecía nervioso. Más que el capitán.
-Mujeres,
señor. Dos, quizá tres.
-¿Prisioneras?
-Puede,
pero si lo son las tratan de maravilla. Junto a una piscina, en traje de baño, con
un camarero negro atendiéndolas en exclusiva, y en apariencia la mar de relajadas.
A esta distancia no puedo decir más.
-No
las pierda de vista.
Agradeció
que se lo mandaran, porque le costaba trabajo fijar los prismáticos en
cualquier otra parte del bamboleante mercantón. Las distancias seguían
cayendo, hasta más deprisa que antes. El Sträat
Malaka, si era ése su nombre, reducía velocidad. Ahora daría catorce nudos.
Se notaba en la onda de cabeza, claramente más baja. Rolaba menos, también. A
cuatro mil yardas ya distinguía muchos detalles, en las cubiertas y en las
superestructuras. Nada indicaba que no fuera lo que decía ser, aunque no era
cosa de bajar la guardia. Los alemanes, bien amargamente se sabía, eran
verdaderos maestros en el arte de disfrazar corsarios, de hacerlos pasar por
inofensivos cargueros siendo auténticos barcos de guerra, cuando menos a
efectos prácticos. Al menos tres cruceros auxiliares británicos habían sido
hundidos o puestos fuera de combate por sus disfrazadísimos equivalentes alemanes,
y hasta el HMS Dorsetshire, un crucero pesado de diez mil toneladas, se había
llevado un cañonazo en la sala de derrota, disparado por un corsario que sólo
en ese momento había renunciado a su disfraz. Si aquel mercante holandés era
en realidad un corsario alemán deberían condecorar al que lo disfrazó, se
decía concentrado en las mujeres. Demasiado lejos, todavía, para medirles
las facciones, aunque las siluetas ya eran claras, ya las podía definir, y a
él no le importaría nada, pero que nada de nada, ser puesto al mando del trozo
de abordaje que lo inspeccionaría, con el cometido prioritario de revisar,
bien a fondo, aquellas dos señoritas. Empezaría por la del dos piezas negro.
Rubia, de coleta muy larga, diría él que bastante alta y con un tipo de
creer en Dios. De creer mucho, que a sus veinte años era un guardiamarina poco
experto. No fue hasta Gibraltar, menos de un año antes, que fuera ordenado
caballero por una sombría meretriz española de muy poblado entrecejo, tan
poblado como todo lo demás; una mercenaria del amor que operaba en una chabola
del mísero San Roque, a doscientas yardas del límite fronterizo. Estaba
prohibido dejar suelo británico y entrar en la hostil España, pero las autoridades
eran comprensivas, siquiera con San Roque, al menos cuando se juntaban en el
antepuerto el portaaviones HMS Ark Royal, el crucero de batalla HMS Renown,
seis cruceros ligeros y una docena larga de destructores. Dado que
Gibraltar era muy pequeño no había putas para todos, y como los carabineros
españoles parecían mirar hacia otra parte, docenas y docenas de marineros
camuflados de civiles cruzaban la verja nada más tocar silencio, dispuestos
a dejarse muy buenas libras esterlinas en las nada resplandecientes casas
de lenocinio de San Roque, La Línea y Los Barrios. Más allá, ojo. Salir a
pecar contra la carne a distancia de ir a pie, bueno, pero de subirse a un
autobús, o a un taxi, para buscar algo mejor en Algeciras, ni hablar. Eso
ya sería deserción, y con suerte, porque igual te pescaban los agentes alemanes,
que Algeciras hervía de los tales, y nunca más se sabría de ti. Menos
arriesgadas eran Malta, Alexandria y Port Said, pero él no tuvo suerte. Los
pocas horas que pasaron en la prometedora Malta, en el atracadero de
Parlatorio Wahrf, lo hicieron en zafarrancho de combate, sumándose a la defensa
antiaérea, y era que aquel día tocaba recibir lo peor y más insistente del
pesadísimo Fliegerkorps X. Alexandria, ya de regreso al Índico, en cierto modo
fue peor. A la Luftwaffe de Creta le pillaba demasiado lejos, pero la plaza estaba
en alerta sanitaria por una invasión de ladillas gigantes, o eso se
murmuraba, de modo que, con buen juicio, el capitán prohibió dejar el barco.
Temía, y con razón, hacer frente a una travesía de muchos miles de millas con
una tripulación incapaz de mucho más que rascarse sus partes pudendas con
frenética desesperación. En Port Said, ya fuera de peligro y relamiéndose con
lo que contaban de los fantásticos burdeles egipcios los suboficiales más
antiguos, pues casi todos ellos habían servido antes de la guerra en la
British Mediterranean Fleet, agarró una gastroenteritis que le tuvo tres días
en la enfermería de la nave, soltando lastre por ambos extremos y tan debilitado
que apenas podía levantarse. Como para irse de juerga, explicaba, cabizbajo,
al comprensivo capellán.
Un
buen día llegaron a Fremantle, la que sería su base por tiempo indefinido. Él
no había estado allí. En realidad, de su país apenas conocía su isla
-Tasmania-, Sydney, donde les habían entregado su bandera de batalla, el horrendo
arsenal de Williamstown y la cercana Melbourne. Pensaba de Fremantle que
sería una ciudad decorosa, con buen ambiente para jóvenes y apuestos
oficiales en edad de merecer, aunque pronto supo que de tan conservadora como
era no había ni burdeles. Una excelente ciudad, pronto lo dedujo, para morirse
de asco; si no tanto, para no salir del barco, ya que sus escasas y
disputadísimas beldades no parecían interesadas en cometer ninguna clase
de pecado, y menos con los hombres de la flota, pero sí lo estaban, como
las de todas partes, en pescar un guardiamarina de provecho. Unas cosas con
otras, llevaba un año de ayuno y abstinencia, todavía más cruel y doloroso
al evocar las oscuras habilidades de aquella española menuda y silenciosa,
la cual, lo reconocía con ecuanimidad, le había dado más, mucho más, de lo que
cabría esperar a cambio de dos tristes guineas. Unas habilidades que difícilmente
figurarían en el catálogo amoroso de la exquisita rubia del Sträat Malaka, por entonces a mil
quinientas yardas y que gracias a sus excelentes prismáticos japoneses, comprados
en Singapur, veía como si estuviera paseando no junto a la pequeña piscina del Sträat Malaka, sino por el caparacho de
la torre B. Qué preciosidad, se repetía. Qué facciones tan divinas, qué
cuerpo tan escultural. Qué tetas, qué culo, se admiraba para sí, consciente de
que un oficial de la Royal Australian Navy jamás debería servirse de términos
tan groseros para definir las características fisionómicas de una señora. Señorita,
mejor. No tendría ni su edad. Dieciocho, todo lo más. Una verdadera maravilla
de mujer, lánguida cuando se tendía en la tumbona, fascinante cuando se
levantaba rumbo al bar, elegante cuando pedía desde ahí no veía qué, aunque
a juzgar por el botellero debía de ser champagne
francés, deslumbrante cuando se alejaba contoneándose para buscar una
revista, seductora cuando regresaba dándose aire con ella, como si fuera un
abanico...
Así
debía de ser Afrodita. No Venus, que los romanos, italianos a fin de cuentas,
le caían fatal. Afrodita, sí, que los griegos eran aliados y les había visto
subir a bordo el día que amarraron en la bahía de Suda, destrozados tras
vérselas un mes con los terribles paracaidistas alemanes, pero aún así orgullosos,
indómitos, magníficos. Tan magníficos como aquella irreal Afrodita, tan rubia
como la que pintara Botticelli, esa del cuadro reproducido en una vieja revista
con la que, a falta de mejor inspiración, más de un alivio se había perpetrado
en la intimidad de algún retrete.
Difícilmente
la vería otra vez, cuando acabara la inspección y el Sydney regresase al rumbo primitivo, aunque le resultaba difícil
sustraerse al ensueño de atracar en Fremantle, ver llegar al Sträat Malaka de arribada forzosa, y
llegar caminando a su costado en su inmaculado uniforme blanco, subir por la
escala, preguntar por ella, que sería la hija del capitán... no, qué diablos,
puestos a soñar hagámoslo a lo grande; sería la única heredera de algún imperio
del caucho, que los holandeses tienen muchos, y allí comenzaría, bajo la cálida
sonrisa de los dioses, un idilio arrebatado que a su debido tiempo culminaría
en braguetazo colosal.
Mil
yardas. El capitán Burnett se manifestaba realmente irritado con su contraparte
del Sträat Malaka, se decía
escuchando sus maldiciones aunque sin perder de vista el rostro de Afrodita,
que acompañada de la otra, la cual tampoco estaba mal, les miraba desde su
cubierta, sonrientes y saludándoles con la mano. Hasta besos, les tiraban.
-Señalero,
transmita una vez más: Díganos Su Identificativo Secreto. Señor Henderson,
listos para disparar un cañonazo de advertencia, cien yardas por su proa.
Muy
burro debía de ser el capitán holandés, viendo al Sydney en rumbo paralelo, a menos de mil yardas, las cuatro
torres orientadas hacia él en claro display
amenazador. Cualquier otro se habría parado, pero aquel no sólo no lo hacía,
sino que no dejaba de transmitir señales de alarma, sin contestar ninguna de
las que se le hacían. Parecía convencido, el muy animal, de vérselas con un panzerschiff, cuando le bastaría un
vistazo al último Jane's Fighting Ships
para identificar lo que tenía por el través. Ahí bajó los prismáticos,
sorprendido por el griterío de la tripulación. Numerosos marineros armados de
catalejo, que habían abandonado sus puestos, aullaban y brincaban muy
por fuera de toda compostura. Perplejo, volvió la mirada al Sträat Malaka, y comprendió. Las
mujeres, evidentemente divertidas con tan marcial entusiasmo, bailaban
para ellos. La morena, en su ceñido traje de baño. La rubia, su Afrodita, les
miraba en escorzo, en un gesto que no podía ser más pícaro, las manos a la espalda
y, no podía ser más extraordinario, haciendo como si fuese a desabrochar su bustier...
Pedazo
de zorra, se susurró con incomprensible pesar, pero ahí la oscuridad eterna se
hizo con él y con unos cuantos más. Concentrado como estaba en Afrodita no se
había dado cuenta de que algunos paneles, o falsas amuradas, se deslizaban imperceptiblemente
a lo largo del casco y las superestructuras del Sträat Malaka, lo justo para dejar asomar una docena larga de bocas
de fuego. No llegó ni a ver el fogonazo del disparo que le mató. Su cabeza se
había interpuesto en la trayectoria de una granada panzerspreng, con fatales resultados. La granada prosiguió su
camino, impertérrita, para explotar un metro más allá, en la cabina de radio.
El Sträat Malaka ya no existía. En su
lugar, el Hilfskreuzer Kormoran, de la Deutsche Kriegsmarine,
disparaba contra el HMAS Sydney con todo lo que tenía, de superficie
y submarino. A esa distancia no podía fallar, y no fallaba. Sobre el sorprendido
crucero australiano se abatía una tormenta de fuego, de todos los calibres.
El menor de todos ellos era 7,92 milímetros, el que disparaban dos docenas de
ametralladoras MG-34, aunque no por ser el más liviano era menos letal. Una de
dichas ametralladoras, que había surgido de la nada en la cubierta de la
piscina, la manejaba un cabo de primera clase con ayuda de un marinero raso,
hasta un minuto antes bella rubia que se quita lo de arriba y compañera morena
preparándose para lo mismo. Ahora, las pelucas en el suelo, el cabo aún
en bragas y su ayudante cargador en atavío similar, disparaban con exquisita
precisión contra todo lo que pudiera flotar en la banda de babor del incendiado
Sydney. Botes, salvavidas, lanchas
neumáticas, planchas de madera, cualquier cosa que pudiera soportar el peso de
un marino australiano puesto encima. La razón era clara: que nadie pudiera
explicar cómo era el Kormoran, cuál
era su silueta, qué había hecho, qué había dicho, en aquellas largas horas de
persecución. Había unos cuantos hilfskreuzer
como el Kormoran repartidos por los
mares, dos docenas de avitualladores y otras tantas de forzadores del
bloqueo. La mejor arma de todos ellos, si no la única, era el disfraz, y
cuanto menos supiera el enemigo de su esencia, de sus maniobras y de sus
ardides, mayores serían sus esperanzas de superviviencia. Si algo tenían
claro los corsarios disfrazados alemanes era que, por penoso que resultase,
jamás debían dejar enemigos a flote.
El
Sydney también disparaba. Por poco
tiempo, pues el vendaval de fuego no tardó en dejarle mudo, aunque para
entonces había colocado en el Kormoran
cuatro granadas explosivas. Tres no hicieron daño, pero la cuarta incendió los
depósitos de combutible de los motores auxiliares. Un incendio imposible de
dominar, aunque al menos se dejaba ralentizar. El marinero ayudante se
incorporó a los que luchaban contra él, pero el cabo de primera clase siguió
disparando. De cerca y al natural tenía poco de femenino, pero había cometido
la insensatez de disfrazarse de walkyria en la fiesta que todo barco de guerra
organiza cuando cruza el ecuador. El atento comandante, que se desvivía por la
seguridad de su buque, andaba dando vueltas a la forma de mejorar el disfraz.
Sabía que nada contribuye más a despistar que la presencia de mujeres
guapas semidesnudas, sobre todo si se las ve de cerca, y los aviones de reconocimiento
enemigos solían bajar hasta casi tocar los topes de los mástiles. El aniñado
cabo disfrazado de walkyria le dio la idea. Debidamente perfilado, y con
un atavío mejor hecho, podía dar el pego a la distancia de diez metros. Ahí
surgió el problema: no se dejaba convencer. Temía, y era de comprender, el
inmisericorde cachondeo de sus compañeros de sollado. Tuvo que intervenir
en persona, y compensarle con la promesa de un ascenso a la primera oportunidad.
Desde ahí todo fue fácil. Siempre afeitado, depilado y con las uñas exquisitamente
pintadas de rojo fuego. Una peluca mejor hecha y diversas ropas de mujer,
siendo la mejor un dos piezas inspirado en el que lucía Marika Rökk en Hallo, Janine!, la película favorita
de la tripulación. A primera prueba no le sentaba ni medio bien, pero el
hábil contramaestre, responsable del disfraz del buque, lo perfeccionó con
ayuda de buenas cantidades de goma espuma. En su versión final el avergonzado
cabo lucía unos pechos de vikinga y un trasero por el que hasta el último miembro
de la tripulación habría matado, aunque nadie se reía. Todos entendían que
aquella humillante facha era el regalo que su compañero les hacía para preservar
en lo posible la seguridad general. Nadie se incomodó, pues, cuando semanas
después se le ascendió a cabo de primera clase y se le concedió la Eiserne
Kreuz de segunda clase, que le impuso el propio Fregattenkapitän Detmers en
la cubierta de popa, no por parecerse a la diosa Germania, sino por su
sacrificio en mejorar la seguridad de la nave. Aún así ni dejó de ser soldado
ni de sentirse un soldado. Cuando el contramaestre rompió la canasta de
la bandera de combate, y un segundo después resonara el estampido del primer
cañonazo, el cabo de primera clase, nacido en Dantzig veinte años antes,
dejó de sonreír, se desprendió del bustier,
corrió hacia la caja que ocultaba su MG-34, la izó sin ayuda, la montó en su
asentamiento, la cargó y abrió fuego contra los mismos marineros australianos
que segundos antes aplaudían su insinuado striptease. Ni siquiera se dijo la
vida es dura, camaradas, o la guerra
es la guerra. Él era un cabo ametrallador, y ametrallaba. Sólo eso.
El
Sydney, incapaz de disparar, se
cernía sobre el Kormoran, con evidente
ánimo de pasarlo por ojo, pero el Komandant Detmers dominaba su oficio y no
le costó esquivarlo. Al hacerlo puso la banda de estribor del Sydney al alcance de su artillería, y
de nuevo los cañones de 152, 75, 37 y 20 milímetros volvieron a la carga.
También las devastadoras MG-34, de modo que al cabo de unos minutos no quedaba
en el Sydney nada que pudiera flotar.
Le vieron alejarse, ardiendo en pompa y escorado a babor. Al cabo de media hora
no era más que una nube de humo alzándose tras el horizonte, aunque nadie
le prestaba la menor atención, pues el Kormoran
estaba en trance de saltar por los aires y todo el mundo se afanaba en abandonarlo,
del modo más ordenado, eso sí. El cabo de primera clase, ileso y con su ropa
bajo el brazo, también.
Al
Sydney nadie le volvió a ver. Su
tripulación, 645 hombres, se perdió en su totalidad. Los trescientos y pico
supervivientes alemanes permanecieron cinco años en un campo de concentración
australiano, bastante menos confortable que los rusos, según comentarían
después, para luego regresar a una Alemania muy distinta de la que habían
dejado tras ellos a finales de 1940.
En
opinión de no pocos estudiosos de la guerra naval, el combate del 19 de noviembre
de 1941, cerca de las islas Abrolhos, a trescientas millas de Fremantle, fue
el hecho más extraordinario de la segunda guerra mundial, cuando menos en la
categoría de un barco de guerra contra otro barco de guerra, ya que uno de los
dos no era, en sustancia, más que un humilde carguero, en absoluto construido
para soportar las exigencias de un duelo artillero contra un crucero regular,
muy superior en armamento, velocidad, estructura y blindaje. Un combate del
que sólo se conoce un relato, el del lado alemán. Sigue sin saberse qué pudo
distraer, de un modo tan desastroso, la atención de los serviolas y vigías
australianos, por asombroso que resulte imaginar la gran cantidad de bocas de
fuego que asomaban por el costado del sospechoso Sträat Malaka. Según el relato del comandante alemán, no se
percibió reacción alguna en el crucero australiano hasta que las granadas
alemanas comenzaron a devastar sus cubiertas. Un completo misterio. Tres
cuartos de siglo después, con muy pocos supervivientes aún vivos, es dudoso que
se llegue a resolver, aunque quizá también suceda que la explicación es tan
frívola, tan anticlimática, que se prefiere no hacerla pública. Después de
todo, determinadas habilidades en materia de camuflaje militar, y sus
efectos en una tropa muy hambrienta, sigue siendo material clasificado.
© Ildefonso Arenas