Hace
unos días la catedrática de Historia Rosa María Muro (la estupenda hija de
nuestro entrañable Benigno Muro) me invitó a explicar a sus alumnos de los
cursos superiores del Ramiro qué clase de año fue 1815 y cómo fueron los
personajes que lo protagonizaron, con especial foco en el general Miguel de
Álava, que como sabéis fue un hombre tan interesante como injustamente olvidado
y por el que siento una explicable debilidad.
Tengo
alguna experiencia en hablar en público, pero jamás lo había hecho ante unos
cincuenta estudiantes de 17-18 años. Me preocupaba, porque temía que los usos y
el lenguaje habituales ante públicos de mayor edad y supuesto nivel cultural
más consolidado no sintonizaran con los siempre peligrosos y agresivos
adolescentes. Fueron temores infundados, me alegra poderlo decir. Los alumnos
de los cursos superiores del Ramiro siguen mostrando un sello de cortesía, urbanidad,
talante y sensibilidad no muy distinto del que teníamos nosotros hace medio
siglo; es el sello del Ramiro, y a nadie capaz de comparar le costaría
identificarlo. Sólo encontré dos evidentes diferencias con respecto a cómo éramos
nosotros a su misma edad. La primera, que ser alumnos de los dos sexos les
enriquece de un modo magnífico; desde siempre he sido un convencido de la educación
mixta, comenzando en párvulos y sin acabar en ninguna parte, porque aprender
sólo se acaba cuando se te muere la curiosidad, y os aseguro que nada me ha
parecido jamás tan gratificante como el espectáculo de 50 chicos y chicas muy
bien preparados, mostrando todos ellos el sello del excelente nivel educativo
que desde siempre ha caracterizado a nuestro colegio. Al Ramiro. El educarse
juntos, los chicos y las chicas, les otorga una profunda comprensión natural de
los otros, lo que da lugar a que las relaciones entre ellos sean como habrían
debido ser las nuestras con las chicas a su misma edad: limpias, amistosas, equilibradas e
impregnadas de una gran generosidad. Intuyo que la vida en estas aulas de
chicas y chicos resplandecientes (bueno, unas más que otros) quizá no siempre
sea fácil, sobre todo a la edad en que la hormona furibunda les ataca sin
piedad, pero es un precio que merece la pena pagar y más aún en estos tiempos,
donde al haberse reducido tantísimo el número de familias numerosas es casi
anecdótico que en una misma casa se críen un hermano y una hermana (y ya no
digo nada de más de uno/una).
La
segunda, lo bien que saben servirse de una tecnología para tomar notas que a
nosotros, hijos del bloc, el lápiz y la goma de borrar, hace medio siglo nos
habría parecido ciencia ficción si no magia negra o cosa del demonio, al punto
que en los tiempos que corren no somos muchos los que nos atrevemos a servirnos
de ella con el acomplejante desparpajo de estos fascinantes príncipes de la
cultura, los cuales tienen por sello inconfundible que han nacido con el ordenata
bajo el brazo.
Hay
otras diferencias, por supuesto, aunque diría yo que son de atrezzo. No se
visten como lo hacíamos nosotros (¿recordáis aquellos horribles trajes de
chaqueta, corbata y pantalón con que a la menor oportunidad nos disfrazaban de
adultos respetables?), ni sus modales al dirigirse a los profesores (o
asimilados, como era mi papel) son ni de lejos tan temerosos o tan aprensivos como
eran los nuestros. Para nosotros, a su edad, los profesores eran unos
semidioses helados y lejanos (cosa que ellos mismos cultivaban, quizá porque se
lo creían), mientras que para estos jóvenes envidiables son unos profesionales
que hacen su trabajo (educarles) como hacen ellos el suyo (aprender), de un
modo en absoluto solemne y para nada engolado. Eso no significa que el respeto
haya desaparecido; simplemente, se manifiesta con sencillez y naturalidad, como
a mi modesto entender habría debido también suceder en nuestros nada
preferibles tiempos.
La
última de las diferencias, y pese a ser impresionante, ya no tiene que ver con
su talante, su talento o su personalidad: son, de promedio, muchísimo más altos que nosotros,
lo que sin duda es imputable a que les ha tocado vivir en un mundo que en eso y
en casi todo, por no decir en todo (hoy se aparca mucho peor, es de reconocer), es a todas luces preferible al que a nosotros nos tocó padecer
(o disfrutar, según se mire; al fin y al cabo, y pese a sus infinitas puñeterías,
era el de cuando teníamos su misma edad maravillosa).
Tras
despedirme, todavía en el Ramiro, sentía una rara mezcla de emociones
encontradas. Predominaba la dulzura que siempre te asalta cuando te ves en
presencia de jóvenes que ya te superan en casi todo y que llevan el mejor de
los caminos para ser hombres y mujeres de primerísimo nivel, aunque también
percibía la nostalgia de unos tiempos archivados donde si alguien venía alguna
vez a darnos una conferencia era un falangista, o un cura, o si teníamos suerte
y ese día no pretendían adoctrinarnos hasta podría ser una luminaria del balón,
que de las cosas del cerebro, al menos en mis recuerdos, la política educativa de
los tiempos (no sólo del Ramiro) era restringir lo más que se pudiera el libre
albedrío y la capacidad de comparar lo nuestro con lo que ya por entonces
disfrutaban los demás, los afortunados que vivían en Europa. El Ramiro en sí
mismo, sus paredes y sus rincones, no ayudaba, porque no me acordaba de nada.
Rosa María Muro me dijo que apenas ha cambiado en su interior, que los peldaños
de aparente mármol y los azulejos de las escaleras son los mismos que se
asomaron a mi niñez, pero lo cierto es que no los reconocí. Es posible que sea
porque el Ramiro de esa mañana de primavera, luminosa y cálida como suelen ser
las de abril en Madrid, no recordara en nada al de mis últimos años allí, los
que pasé en ese Nocturno lóbrego y mortecino (alguien me explicó que reducían
al mínimo la iluminación para que las cuentas le cuadraran al pobre Antonio
Magariños, al que apenas le daban presupuesto para sacar adelante su
conmovedora obra de caridad, la de extender el enorgullecedor sello del Ramiro
a unos parias de la sociedad a los que de ningún modo nos correspondía estudiar
en un centro tan de campanillas como ése) en el que no era posible saber de qué
color eran los azulejos de las escaleras, porque todo nos parecía un uniforme,
y triste, marrón amarillento. El color de la desesperanza. Un color, me alegra
infinito decirlo, que no encontré por ningún lado en esta deliciosa mañana en
el Ramiro. No lo he podido constatar, pero me apostaría una botella de algo muy
bueno a que Coral Báez, la exquisita directora que disfruta hoy el Ramiro, no
da orden de reducir la iluminación cuando empiezan las clases nocturnas; bajo
su dirección, no me cabe duda, los trabajadores que vienen al anochecer ven
exactamente igual de bien que los adolescentes que se sirven de las
instalaciones a las horas en que el sol inunda sus aulas a través de las
ventanas y los tragaluces. Y también, me pareció, de su alegría.
Me
gustaría, de paso, despedirme de vosotros, cuando menos en mi otra calidad, la
de editor anónimo de este Blog de antiguos alumnos de la Promoción 1964. Todo
en la vida tiene un principio y un final, y este primer año de vida del blog ha
sido tan apasionante como agotador. Hora es ya de que ceda los trastos a un
compañero, que sin duda lo hará mejor que yo. Si hay alguno interesado en leer
alguna vez las bobadas que de vez en cuando se me ocurren, las que no se
publican en forma de libros las podréis encontrar en mi blog literario, este de
aquí: ildefonsoarenas.blogspot.com.es.
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