01 febrero 2021

CLONACIÓN E INMORTALIDAD

...POR JOSÉ ENRIQUE GARCÍA PASCUA

 

En 2016 escribí un comentario sobre el relato inédito de Ildefonso Arenas La vida perdurable, relato que plantea si en un futuro acaso no muy lejano los seres humanos –que puedan pagárselo– estarán en condiciones de acceder a la inmortalidad gracias a las técnicas de clonación: cuando su vida haya alcanzado la suficiente madurez, el interesado, por un elevadísimo precio, obtendrá un clon de sí mismo, pero más joven, y dicho clon, en su momento, repetirá la operación, y así en sus vidas sucesivas, con lo que el sujeto en cuestión gozará de vida eterna, mientras que en todas sus encadenadas reencarnaciones siga disponiendo de la suficiente riqueza. Ahora, retomo dicho comentario, al que añado algunas precisiones nuevas.

Vamos a ocuparnos de dos puntos de discusión que suscita la tesis de Ildefonso Arenas, primero, si es posible tal proeza tecnológica, segundo, si es deseable la vida perdurable.

Posibilidad de replicación de un ser humano.

Desde que nació la oveja Dolly, en 1996, no cabe duda de que los laboratorios pueden clonar un espécimen de mamífero, incluido un hombre, insertando el ADN de una de sus células en un ovocito previamente vaciado de su contenido genético y permitiendo que el embrión, implantado en el útero de una hembra de la misma especie, se desarrolle plenamente y nazca así un ejemplar genéticamente idéntico al donante, aunque más joven que éste, que es lo que  diferencia esta clonación artificial de la clonación natural que da lugar a gemelos univitelinos. Hoy en día, existe una línea de pensamiento llamada transhumanismo que aspira a la transformación de la especie humana en otra que supere sus limitaciones, en especial la limitación radical de la muerte del cuerpo, para lo que se necesitará la tecnología, bien a través de la manipulación biológica, como se describe en el relato de Arenas, bien por medio de la identificación de la estructura funcional del cerebro que se supone que permite el pensamiento, para trasladarla luego a otro soporte, o un reemplazo de los componentes materiales del cerebro o un programa de inteligencia artificial equivalente.

La primera dificultad con que se encontrarían quienes pretendiesen alargar su existencia por medio de la clonación es el hecho de que los clones nacen con sus genes envejecidos y, en consecuencia, su esperanza de vida es muy corta, como parece demostrar el destino que sufrió Dolly. Arenas estima en su narración que esta dificultad será resuelta por los avances de la tecnología, y, de hecho, leo una noticia que afirma que otras ovejas clonadas procedentes del mismo lote de células mamarias del que nació Dolly han desarrollado sendas vidas ordinarias y alcanzado una edad equivalente a la de un septuagenario humano (véase Investigación y Ciencia, octubre de 2016, pág. 8). La dificultad decisiva, no obstante, es trasladar la personalidad, o, si se quiere, el alma, del donante al nuevo ser, idéntico físicamente, pero no anímicamente, como sucede con los hermanos gemelos, que manifiestan personalidades totalmente autónomas en cuerpos exactos. Si tal cosa no se realizara, el individuo original quedaría atrapado en su cuerpo y el recién nacido devendría alguien absolutamente diferente, otro ser humano, dotado de su propia alma. Arenas conoce esta dificultad y expone en su escrito que los fabricantes de cuerpos de repuesto para almas deseosas de un destino inmortal encontrarán una forma de transferir la completa personalidad del donante al nuevo ser.

La sofisticada técnica de transferencia –según cabe leer– consistirá en separar la personalidad en tres partes, las impresiones sensoriales registradas en la memoria, las reacciones aprendidas y la consciencia y traspasarlas una después de otra del primero al segundo ente. Semejante empeño, sin embargo, parece que no se corresponde con la realidad del funcionamiento de nuestro cerebro, en donde las distintas actividades psíquicas no residen en lugares concretos, sino que son resultado de la interacción de multitud de neuronas, y hay entre ochenta y seis mil millones y cien mil millones de neuronas en el cerebro humano, que comunican entre sí por medio de cien billones de sinapsis, contactos interneuronales que se crean o se inhiben constantemente en función de la propia actividad cerebral, mediatizada por la experiencia pasada y por la situación del momento, lo que retrata a nuestro cerebro como un órgano plástico y a nuestra personalidad como una realidad en permanente cambio. En términos informáticos de andar por casa, diríamos que no sólo se modifican con el uso las bases de datos y el software, sino también el hardware, el cual se adapta a las necesidades funcionales.

Tan compleja maquinaria no parece posible de ser replicada, al modo como  quieren los transhumanistas, en un cerebro nuevo (biológico o sintético) ni tampoco por medio de un programa informático, porque, de hecho, la fisiología del sistema nervioso se reduce sólo a la transmisión de corrientes bioeléctricas a través de los axones y a la secreción de neurotransmisores en las vesículas sinápticas, y esto sucede igual en todo el cerebro, pero el resultado de dicho proceso es muy diferente según la zona activada y según estén organizadas las redes neuronales intervinientes, y esta organización es tal que desvelar la correspondiente a la corteza cerebral de un ratón precisaría de ordenadores capaces de procesar trescientos teraoctetos de datos en una hora (cf. Yuste, Rafael, y Church, George M.: “El nuevo siglo del cerebro”, en Investigación y Ciencia, mayo de 2014, pp. 16 a 23), lo que acaso sea una faena al alcance de la alta tecnología (hay algunos proyectos en marcha que remedan cibernéticamente las redes neuronales, pero más bien con vistas al desarrollo de la inteligencia artificial), o no, pero ciertamente onerosa y lenta, incluso para ponerla en práctica una sola vez, lo que entra en conflicto con la ya citada permanente transformación del cerebro en función de las cambiantes circunstancias, hecho que implica la necesidad de una replicación en cada instante. 

Lo que a mí más me atañe, empero, no es el problema de la replicación del funcionamiento del cerebro, sino el de determinar en qué consiste la naturaleza de la consciencia. Arenas considera que la consciencia es únicamente una parte de la personalidad, del mismo rango que las impresiones y las reacciones, pero la consciencia no forma parte de la personalidad, sino que es la personalidad en sí misma, la propia identidad, por eso, también la podríamos llamar alma, autoconciencia, o el sujeto de todas nuestras representaciones.

La concepción filosófica más primitiva del alma es la que la entiende como una sustancia separable del cuerpo (y eventualmente inmortal), pero esto ha sido discutido a lo largo de la historia de la filosofía. Si nos quedamos más bien con lo que aprendemos de la tan de moda neurociencia, hemos de concluir que la consciencia no consiste en algo distinto al cuerpo, sino que emana de la fisiología del propio cuerpo, del funcionamiento del sistema nervioso, pero que trasciende al propio cuerpo y se convierte en una realidad no corpórea. En efecto, la consciencia es una propiedad emergente del cerebro activo, como una propiedad emergente del motor de un Ferrari GTO es la potencia que desarrolla, que no es meramente el conjunto de las piezas del motor, sino algo nuevo, que emerge de la interacción entre dichas piezas.

El disgusto para los pobres mortales es que, si el alma depende del funcionamiento del cerebro, no podrá pervivir más allá de la corrupción de la carne, pero esto no es óbice para comprender que, a pesar de ello, el alma ­–la consciencia– es trascendente al mundo físico y la causa de que los seres conscientes habitemos en otro mundo, el mundo ideal, el mundo de las ideas, y de que podamos comunicarnos por medio del lenguaje e intercambiar entre nosotros el conocimiento de nuevas ideas, característica exclusiva de nuestra especie.

Y, para terminar, encuentro una última objeción al proyecto de conseguir la vida perdurable por medio de la técnica avanzada, y es que los individuos humanos no son eternos, pero tampoco lo es la humanidad y, desde luego, tampoco este sistema socioeconómico en que nos ubicamos y que ha de ser el garante de que los ricos puedan permitirse una sucesión de clonaciones. Estamos arrastrados por una marea de crecimiento exponencial en todos los órdenes, productivo, demográfico, tecnológico, pero moramos en un planeta de recursos limitados y dañado por la acción humana, de donde se sigue que a este sistema le queda poco recorrido, y colapsará antes de que ese proyecto de clonación a la carta pudiera ponerse en práctica, y, aunque sobreviviéramos al colapso, no podríamos permitir, en la situación sobrevenida, el dispendio que supone el capricho de unos cuantos de ser inmortales. 


Conveniencia de la vida perdurable.

El hombre feliz teme a la muerte, no por el tránsito en sí mismo, sino porque supone el final de todas las cosas agradables de este mundo, y la separación de sus seres queridos; por esto, las personas buscan consuelo en las religiones que prometen la vida eterna. Algunas religiones, más razonables, prometen la vuelta a este mundo tras una reencarnación y otras, en cambio, prometen la eternidad más allá de este mundo, en un estado de felicidad perpetua que resulta difícil de comprender para quien no haya llegado a un nivel de desprendimiento tal que le haga despreciar la bajeza de la vida terrena y aspirar a un permanente ilapso, o bien prometen el destino que merezcan sus actos terrenos: el eterno sufrimiento de tormentos sin tregua y sin esperanza para los malos o una permanente diversión entre las huríes del Edén para los buenos. 

«Ser inmortal es baladí; menos el hombre, todas las criaturas lo son, pues ignoran la muerte; lo divino, lo terrible, lo incomprensible, es saberse inmortal. He notado que, pese a las religiones, esa convicción es rarísima. Israelitas, cristianos y musulmanes profesan la inmortalidad, pero la veneración que tributan al primer siglo prueba que sólo creen en él, ya que destinan todos los demás en número infinito a premiarlo o a castigarlo» (Jorge Luis Borges: “El inmortal”, capítulo IV. Narración recogida en El Aleph, Ed. Alianza/Ed. Emecé, Madrid/Buenos Aires, segunda edición en “El Libro de Bolsillo” 1972, p. 21). Borges, a continuación, reflexiona sobre el estado en que se encuentra quien aquí en la tierra ha conseguido la inmortalidad por haber bebido de las aguas del río que libra de la muerte. La constante vuelta una y otra vez de lo ya experimentado a lo largo de un tiempo dilatado termina por anular la personalidad. «No hay méritos morales o intelectuales. Homero compuso la Odisea; postulado un plazo infinito, con infinitas circunstancias y cambios, lo imposible no es componer, siquiera una vez, la Odisea. Nadie es alguien, un solo hombre inmortal es todos los hombres. Como Cornelio Agrippa, soy dios, soy héroe, soy filósofo, soy demonio y soy mundo, lo cual es una fatigosa manera de decir que no soy» (loc. c., p. 22).

Muchos literatos, además de Borges, se han ocupado de la inmortalidad. Puedo citar a Jonathan Swift y sus Viajes de Gulliver (1726). El protagonista, en uno de sus viajes, llega a Luggnagg, tierra en que unos pocos de sus habitantes nacen predestinados a ser inmortales, pero no por ello se salvan de envejecer. Frente al ingenuo deseo de Gulliver de ser como aquéllos, sus interlocutores nativos le explicaron que la inmortalidad no es una condición halagüeña: «[Los inmortales] no sólo eran tercos, codiciosos, huraños, vanos y charlatanes, sino también incapaces de amistad y muertos para todo afecto natural, que nunca se extendía más allá de sus nietos. La envidia y los deseos impotentes eran sus más notorias pasiones. Pero las cosas que más parecían envidiar eran los vicios de los jóvenes y la muerte de los viejos» (Tercera Parte, capítulo X). Las leyes desposeen al inmortal de sus bienes al cumplir los ochenta años, que pasan a disposición de sus herederos, e incluso terminan por no ser capaces de comunicarse con sus compatriotas, pues el idioma cambia a lo largo del tiempo.

Mencionaré ahora a Enrique Jardiel Poncela, que también se ocupa de la inmortalidad en su comedia Cuatro corazones con freno y marcha atrás (1946), protagonizada por un restringido grupo de personas que se acogen al portentoso descubrimiento de una de ellas, un médico que ha encontrado el elixir de la eterna juventud. Inmortales y siempre jóvenes, la vida se vuelve tediosa para ellos, sin alicientes ni objetivos, como le sucedía al inmortal de Borges, hasta que aquel médico crea un nuevo elixir que, en vez de proporcionarles una eterna juventud, invierte el proceso biológico y les aboca a rejuvenecer progresivamente, con la meta inevitable de llegar al momento del nacimiento y fundirse con la nada en el útero materno. Ellos ya son felices, porque la vida les está deparando continuas y nuevas experiencias que les permiten disfrutar, y se afanan en vivir intensamente, porque tienen marcado el fin de su existencia.

La enseñanza que se desprende de las anteriores reflexiones literarias es que el ser humano está hecho para vivir una vida con ineludible final y en la que debe buscar la consecución de objetivos en un plazo dado. Si nos salimos de esta expectativa por haber burlado a la muerte, no nos queda sino el hastío, y, además, la pérdida del contacto con nuestros allegados y de nuestro lugar en la sociedad, la cual se basa en el relevo de una generación por otra; tal es lo que espera a un hipotético inmortal.


Torrecaballeros, 30 de enero de 2021.

 



11 comentarios:

  1. Excelente reflexión, José Enrique. Es magnífico asomarse a trabajos como el tuyo, tan bien desarrollados y tan exentos de frivolidad. Estando de acuerdo en casi todo lo que dices, hay algo en que no lo estoy. Es cuando hablas de las desmesuradas cantidades de neuronas que llevamos a bordo, y que su volumen haría imposible una transferencia basada en dispositivos informáticos del estilo que hoy conocemos, por potentes que puedan ser. Si estoy en desacuerdo en ese punto es porque la IT se desarrolla en una espiral que no sólo crece sin cesar de un modo exponencial, sino que la velocidad de su desarrollo se incrementa de la misma forma y en la misma proporción. Procesar/transferir cien mil millones de neuronas y cien billones de sinapsis no está desde luego al alcance de los procesadores y medios de almacenamiento que se comercializan hoy en día, pero si están/estarán dentro de las posibilidades de la IT cuántica, la que que no está basada en el 0 y el 1, sino en el 0, en el 1 y en el ya veremos. Hasta donde sé, y admito que ya no estoy tan actualizado como cuando vivía de vender esos cacharros, los procesadores cuánticos elevan la capacidad de procesamiento de los ordenadores (que ya no son exactamente ordenadores) no en magnitudes de múltiplos, sino en magnitudes de potencias. De ahí que un sistema de transferencia entre un determinado multimillonario y el que mejor funcione de los múltiples clones que le hayan hecho, estará perfectamente a tiro de la IT cuántica dentro de tan poco tiempo que seguramente nos dará tiempo a verlo antes de que nos amortajen. En cualquier caso, toda mi admiración por tu excelente reflexión.

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  2. Muchas gracias José Enrique por tu fantástico trabajo. Te veo muy versado en el Ferrari GTO, obra de Arenas que me gustó mucho y pude entender bien, por cierto.
    Se me ocurre, tras la lectura del ejemplo que citas del motor del coche comparado con el cerebro activo, que tal vez lo que emane de este último sea lo mismo que obtenemos de aquel, es decir energía. La del motor es bien conocida, la del cerebro no. ¿Y si cada uno de nosotros fuéramos una mónada de energía? ¿Podríamos considerar que el conjunto de todas las energías del universo nos conducirían a la figura de Dios?
    De ese modo estaríamos hechos a imagen y semejanza de Dios. Seríamos, digamos, una parte en nosotros mismos.
    En relación a la deseable o no inmortalidad, no creo que todo hombre feliz tema la muerte. Ya Epicuro 300 años antes de nuestra era enseñaba a deshacernos del miedo a la muerte mediante su famoso aforismo
    -Cuando soy, la muerte no está, y cuando la muerte está, ya no soy-
    Te reitero mi agradecimiento personal, y el de todos los compañeros, por aportarnos tus ideas de inestimable valor. He disfrutado mucho leyendo tanto a Alfonso como a ti en tus conclusiones.

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    1. Lo que dice Vicente me ha hecho recordar un cuento de Clarke que se publicó en un libro que muchos de nosotros leímos antes de cumplir veinte tacos, 'El Retorno de los Brujos'. El tal cuento se llamaba 'Los nueve mil millones de nombres de Dios', y por si no lo conocéis, o no lo rcordáis, y no tenéis el libro en que venía, os dejo un link donde se transcribe, creo que con bastante fidelidad al original (no temáis, que no es un link de esos donde hay que pagar US$49 para poder leer; yo no hago esas faenas a los amigos). Es este: https://ciudadseva.com/texto/los-nueve-mil-millones-de-nombres-de-dios/

      Que lo disfrutéis.

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  3. La ventaja de no poder clonar el "alma" es que no se producirá el hastío y el tedio que predicen los novelistas. A lo mejor al clonado le basta con saber que es un clon y que puede continuar viviendo. Aunque es posible que al que le sea suficiente sea al que va a ser clonado.
    En cuanto a la cantidad de información a transferir es posible que no sea tanta, primero el cerebro no parece que funcione al 100% continuamente, segundo mucho de lo aprendido será obsoleto para el clonado y tercero y puestos a inventar se podría escoger qué es lo que se quiere transferir y que dejar.
    Por último ¿no se podría crear una app que enseñase al clonado como fue su antecesor igual que se enseña un idioma o una profesión? La "transferencia del alma" pasaría a ser un aprendizaje.(?)

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  4. Profundo artículo, Jose Enrique. Ya estaba yo esperando algo así por tu parte. Como ya dije en otra ocasión, no estamos muy lejos en nuestras opiniones, pero tampoco coincidimos del todo.
    En el aspecto filosófico, lo que Alfonso llama vida perdurable es de hecho el sempiterno aspecto de la inmortalidad y su conveniencia para el ser humano, capaz de reflexionar sobre la misma, no como una serie de animales simples, que la puedan alcanzar por reproducción clonada o incluso rejuvenecimento / renacimiento. La forma de conseguirla en cierto modo es lo de menos. La inmortalidad en sí misma siempre ha sido un deseo íntimo del ser humano por el hecho de poder escapar de la muerte, intrínsecamente no deseable por acceder a algo desconocido, por perder a los seres queridos y por suponer sencillamente un “final”; en esto último los creyentes llevan ventaja, pues están convencidos de que sí existe un “más allá” más o menos atractivo. Sin embargo, la propia idea de la inmortalidad creo que es tan escalofriante como la muerte, ahora por lo contrario: por no tener un final. Terrible si lo pensamos.
    Dicho esto, supongamos que aun así quisiéramos disfrutar de esa inmortalidad. La ciencia y la técnica van camino de poder ofrecer caminos para lograrlo, aunque no estamos aún en situación de confirmarlo, siendo muchas cosas aún especulaciones. En cuanto a los órganos diferentes al cerebro, ya se está en disposición de pensar en órganos de repuesto con nuestra misma base genética, aunque existe la dificultad de poder restablecer las conexiones de estos órganos con el cerebro. Un ejemplo serían los propios intestinos, pues hoy sabemos de su estrecha relación con él, la microbiota con toda su tremenda complejidad y los millones de bacterias que se precisarían. En cuanto al cerebro en sí, la discusión se centraría en si la Consciencia trasciende del cerebro o si éste “contiene” y es capaz de manejarse con todos los aspectos de la Consciencia humana, sin necesidad de tener que pensar en un mundo fuera del físico en el sentido amplio de la palabra “físico”. En efecto, disponemos de 85 mil millones de neuronas que interactúan entre ellas al ritmo de 10000 conexiones por neurona y 1000 conexiones por segundo, resultando así una “potencia” de 8,5x 10 elevado a 17 conexiones por segundo. ¿Es suficiente esto para cubrir todos los aspectos de la Consciencia? Probablemente no. El pensamiento humano es lo bastante complejo como para precisar alternativamente del complemento de la mecánica cuántica a base de “destellos” en el cerebro, gracias a la existencia en nuestras neuronas de unos microtúbulos a tamaño molecular capaces de “manejarse” gracias a sus dímeros de tubulinas con los diferentes estados de superposición cuántica, cuyo aporte es del orden de 10 elevado a 13 conexiones por segundo adicionales a la potencia mencionada. Esto ya es otra cosa y además permite pensar en una inteligencia artificial que pudiera reemplazar a nuestro cerebro, incluyendo las demandas de la Consciencia. Es más, gracias al entrelazamiento cuántico eliminando cualquier aspecto de distancias, nos encontramos con esa trascendencia de la Consciencia a un nivel mucho más allá del universal. En cuanto al nivel técnico actual, ya existen dos ordenadores cuánticos, por lo que sé: el Sycamore americano y el Jiuzhang chino, pero siguen estando en la prehistoria de su funcionamiento práctico. (Todo esto es más complejo, pero no puedo profundizar más por falta de espacio; sugiero consultar para ello en este mismo blog mi artículo “Cerebro, Consciencia, Ciencia y Religión”)
    ¿Es impensable entonces conseguir una vida perdurable? Creo que no lo es, pero ¿querríamos hacerlo?

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    1. Kurt, el término 'Vida Perdurable' te causa extrañeza (se nota). Se debe a que tuviste la inmensa fortuna de librarte de las clases de religión, de los ejercicios espirituales, de las misas en el Espíritu Santo y de la presión insidiosa y untuosa de los directores espirituales. Gracias a eso no padeciste la obligación de rezar un 'credo' cada dos por tres, una oración muy de moda en aquellos tiempos preconciliares y cuya última estrofa terminaba en '... y la vida perdurable, amén.' Tras el concilio, cuando los curas giraron 180 grados en las misas, y éstas dejaron de ser en latín, las oraciones también cambiaron. En el 'credo', en particular, se sustituyó 'la vida perdurable' por la 'vida eterna', si bien que demasiado tarde para los que nos vimos forzados a cantarlo, sin la menor gana, durante muchos años. Si tan a fondo se nos grabó a unos cuantos fue porque llegar a 'la vida perdorable' significaba el fin de la tortura por aquella ocasión, de modo que segundos después ya podríamos ir adónde nos diese la gana. Qué suerte tuviste, tío.

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    2. Hombre, el término vida perdurable es para mí tan válido como cualquier otro que exprese lo mismo.
      En cuanto a mi suerte, será como todo: me he perdido algo y habré ganado algo; como de lo primero no lo sé, pero me figuro que en gran parte representaría meter a presión pensamientos y creencias poco razonadas, creo que sí; he tenido la oportunidad de vivir en un mundo entre dos cultos, ambos cristianos, uno apostólico/romano y otro evangélico/luterano, que me ha proporcionado cierto criterio desde fuera. Ah, el Credo sí que lo rezaba (en alemán, por lo que no me suena lo de perdurable). Intuyo que eso ha sido bueno, así que, sí, creo que he tenido suerte...

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  5. la física cuántica nos sirve para describir e incluso predecir el comportamiento de las partículas subatómicas, pero entender esta disciplina tropieza con obstáculos intelectuales insalvables, como el principio de incertidumbre, por lo que nos resultará muy difícil establecer que la autoconciencia resida en el nivel cuántico de las neuronas; ahora bien lo que podemos adelantar es que, si reprodujéramos la interacción de los quarks, leptones y bosones de los átomos de las células del cerebro en los átomos de un constructo cibernético, acaso esta tarea ingente de ingeniería podría lograr que dicho constructo adquiriese autoconciencia, aun antes de insuflar en él el alma de un difunto multimillonario, lo que implicaría emular la obra que Dios hizo con los humanos, creando un ordenador consciente dotado de alma, pero ¿querríamos hacerlo?

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    1. Buena pregunta, querido Jose Enrique. Es difícil predecir hasta dónde pudiera llegar una IA, pero los científicos aceptan que es posible emular la consciencia humana artificialmente. He investigado mucho sobre este tema y he encontrado muchos estudios, la mayoría norteamericanos, que incluso han organizado congresos para estudiar la consciencia en estos últimos años, coincidiendo con el siglo XXI. Existen sólidas teorías (ej, la ORCH OR) estableciendo que la consciencia funciona al residir a nivel cuántico en las neuronas, gracias a la coherencia y decoherencia, dicho de forma muy sencilla. Será que se ha puesto de moda. Me costó los tres primeros meses del Covid preparar un denso artículo que titulé "Consciencia e Inteligencia Artificial"; si te apetece, te lo puedo enviar.
      En cuanto al alma en la consciencia, pudieran ser indisolubles. Siempre me ha llamado la atención que las palabras consciencia y conciencia se utilicen (mal) indistintamente; la segunda tiene una clara connotación moral y podría ser la parte de la consciencia relacionada con el alma... Esto es, por supuesto, una invención mía simplista que sólo sirve como ejemplo de una posible separación entre ambos conceptos. O si entramos en filosofías, si Dios ha creado al hombre (tampoco es que le haya salido muy bien, visto lo visto), también debería haberle dotado de alma, incluso formando parte de un proceso evolutivo desde el momento que al hombre se le despertó lo que llamamos inteligencia.
      En cuanto a si querríamos producir una IA consciente, ¿por qué no? Eso sí, a condición de evitar que se desmande; no hay que olvidar que sería una máquina y no un ser vivo, y menos humano, por lo que tampoco estaríamos emulando a Dios. Disponer de una IA consciente podría mejorar toda la sociedad humana manteniendo una estrecha colaboración con ella, como creación del hombre, no de Dios.

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