11 septiembre 2017

AFRODITA

...por ILDEFONSO ARENAS


La persecución duraba ya dos horas. Lo habían avistado desde muy lejos. Ape­nas un leve hilillo de humo que surgía más allá del horizonte, delator de motores diesel necesi­tados de un buen recorrido. El capitán Burnett no se lo pen­­só. Aque­llas aguas eran raras para las rutas comer­cia­les, y aún más si se tra­taba de mo­to­na­ves, pues en los primeros años cuarenta casi todo el tráfico del Ín­di­co se impul­saba por va­por. Nuevo rumbo, 1-8-0; má­­qui­nas, doscien­tas ochenta revoluciones, vein­tiocho nudos; cal­­­­deras, má­xima presión; to­rres A y X, mu­nición perforan­te; torres B e Y, granadas ex­plosivas con espoletas de retardo; a todos: preparados para zafarran­cho de combate.
A la media hora de persecución el guardiamarina Boots, nacido en Hobart vein­te años antes, ya veía con clari­­dad el buque sospechoso: una motona­ve ho­lan­­desa bastante grande. Alrededor de diez mil toneladas. No debía de ir a plena carga, por­que rolaba más de lo normal. Tam­bién po­­dría ser que tomaba la mar muy de ban­da y a excesiva velocidad. Diecisiete nudos, estimaba él desde su puesto en la aleta de babor del puen­te de combate, al cargo de los vigí­as. Él también hacía de vigía, con unos prismáti­­cos bastan­­te mejores que los de su gente y que, al no estar fi­jados a la plan­­cha, podía orientar a su an­­­tojo. Gra­cias a eso seguía, sin perder­se una letra, el exasperante diálogo de señales. Diez pies a su derecha, un señalero transmitía preguntas por semáforo. El aparente holandés no se de­mo­­­ra­ba demasi­ado en contestar, aunque siempre lo hacía por medio de ban­­deras. Si hay un código que aca­­be con cualquier pacien­cia, es ése. Lento, impreciso y capaz de dar lugar a irrepara­bles con­fusiones. Al tiem­po, las dis­­tan­cias caían y ca­ían. Podía oír a los telemetristas can­tarlas con monó­to­na desga­na: ca­torce mil yardas... trece mil no­ve­cientas... trece mil ocho­cien­­tas... cambia de rumbo, a babor, se aleja... También oía las órdenes del ca­pitán: rum­bo 1-6-5, vein­­­tinueve nudos, artillería secun­daria en zafarrancho de combate.
A ocho mil yardas varias cosas eran evidentes. La primera, que el capi­tán holandés ha­bla­ba un inglés horrible. Ni entendía de primeras las señales Scott ni sus respues­­tas por banderas solían tener nada que ver con las pre­gun­­tas. Sólo se le había entendido la iden­­ti­dad, Sträat Mala­­ka, navegando de Batavia a Lourenço Marques con carga general y algunos pasa­jeros. Era un dato consistente no sólo con lo que se sabía del tal Sträat Mala­ka, sino con la información compulsada por la Royal Australian Navy en su ba­se de Fremantle, con la que se mantenía un contacto radio un tanto errático, a causa de la distancia y, quizá, del gran calor que hacía en ese final de primavera en el Ín­dico australiano. El supuesto Sträat Mala­ka, al mismo tiempo y por la rad­io que no quería usar en el trato con ellos, transmi­tía sin cesar, en el lamentable inglés de su capitán, un men­saje de aler­ta, el de ser perseguido por un barco de gue­rra no iden­tificado, quizá un acorazado de bolsillo ale­­mán. Lo úl­timo ha­bía causado alguna son­risa en el puente. Muy burro había que ser para confun­dir un pocket battle­ship de quin­ce mil y pico toneladas con un crucero ligero de la cla­­se Leander, apenas siete mil, que otra cosa no era el HM­AS Sydney, pero ya se sabe có­mo son los holandeses. Ahora que lo pen­saba el guardiamarina, el ambiente del puen­te y de la cámara de mando, en el Sydney, no era tenso. Tras dos años sir­vien­do a bordo bien sabía dis­tinguir entre am­bien­tes de puen­te de combate. Allí, sin ir más lejos, ha­­bía vi­vi­do el due­­lo a cañonazos con el Bar­tollomeo Colleoni, frente al cabo Espada. Un crucero ligero italiano tan potente co­mo el Syd­ney, de igual tamaño, simi­lar arma­­men­to y un punto más veloz, pero sin suerte, o sin unos man­dos igual de com­­petentes. Un duelo que acabó con el otro yéndose a pique. Ahí sí hu­bo ten­­sión, como la hu­bo, en general, los mu­chos meses que pa­sa­ron en el Medi­terráneo, hasta que fueron relevados por el HMS Neptu­ne y envia­dos de regreso al Índico, a prote­ger unas aguas que por entonces hervían de corsarios ale­ma­­nes, disfrazados y sin disfrazar. De aquello habían pa­­sa­do varios me­ses. La ten­sión, gracias a los dioses, se ha­bía re­lajado de un modo sig­nificativo, por ya no ha­ber rastro de alemanes en el Índi­co. El HMS Dorsetshire, seis me­ses antes, ha­bía hundido al ca­ñón un corsario ca­mu­­­fla­do, se de­cía que el mí­tico Pinguin, y en cuanto al acora­zado de bolsillo Ad­mi­ral Sche­er, que duran­­te seis meses ha­bía sem­­bra­­do el pánico entre We­lling­ton y Mozambique, se le sa­bía de regreso en Go­ten­ha­­fen. Eran ya tres me­ses des­­de la úl­ti­ma vez que se perdiera un bar­co en la cercanía de Austra­­lia, y la sensa­ción de temor que siguió a la vo­­­la­du­ra de tres cargueros en las boca­nas de Auck­land, por cul­pa de los cien­tos de minas sembradas por el Black Rider, un corsario que real­mente se llamaba Orion aunque se tardó me­ses en saberlo, ha­cía mucho que se había des­­vane­ci­do. Ya no eran tiempos para salir a la mar en un mercante ar­ma­do, lo sabía él y lo sabían to­dos a bordo, pero aún que­da­ban mu­­chos avitualladores y forzado­res del blo­queo, car­­gue­ros aparentemente inofensivos que vagaban por los siete ma­­res pertrechando a los subma­­­rinos y a los corsarios, o llevando y trayendo mer­can­cí­as estra­té­gi­cas en­tre Bur­­deos y Yokoha­ma. El supues­to Str­ä­at Mala­ka, si de verdad fuera un avitua­llador, es­taba de­ma­sia­do lejos de los tea­tros de guerra submarina. Estaba, en realidad, muy lejos de cual­quier parte, porque las islas Abrol­hos, a trescientas mi­llas de Freman­tle, que­da­ban fue­­ra de todas las rutas ma­rí­ti­mas. Quizá fuera, como sos­pe­­­­chaba el capitán, uno de los aún nume­rosos y en ver­dad escurridizos forzado­res del blo­­queo, verdaderos fantas­­­mas de los mares, aun­que a él, guardiama­rina Boots, no se lo parecía. Si no por otra co­sa, por su ta­maño. Los forzado­res del bloqueo eran uniforme­men­te pe­queños, pues rara vez superaban las cinco mil tone­­ladas. También, por­­que no se sabía de tri­pulación femenina en los barcos ale­­manes, ni en los de guerra ni en los de car­ga, y él llevaba unos minutos pen­diente de dos mu­jeres que se tostaban en la cubierta del supuesto Sträat Malaka, junto a lo que parecían ser un bar y una piscina.
            -¿Alguna novedad, señor Boots?
            El segundo comandate. Parecía nervioso. Más que el capitán.
            -Mujeres, señor. Dos, quizá tres.
            -¿Prisioneras?
            -Puede, pero si lo son las tratan de maravilla. Junto a una piscina, en traje de baño, con un camare­ro negro atend­iéndolas en exclusiva, y en apariencia la mar de relajadas. A esta distancia no puedo decir más.
            -No las pierda de vista.
            Agradeció que se lo mandaran, porque le costaba tra­bajo fijar los prismáticos en cualquier otra par­te del bam­­­boleante mercantón. Las distancias seguían cayendo, has­ta más deprisa que antes. El Sträat Malaka, si era ése su nombre, reducía velocidad. Ahora daría catorce nudos. Se notaba en la onda de cabeza, claramente más baja. Rolaba me­nos, también. A cuatro mil yardas ya distinguía muchos detalles, en las cubiertas y en las superestructuras. Nada indicaba que no fuera lo que decía ser, aunque no era cosa de bajar la guardia. Los ale­ma­nes, bien amargamente se sa­bía, eran verdaderos maestros en el arte de disfrazar corsa­rios, de ha­cerlos pasar por ino­fen­sivos cargueros siendo au­­­ténticos barcos de guerra, cuando me­nos a efec­tos prácti­cos. Al menos tres cruceros auxiliares británicos habían si­do hun­didos o puestos fuera de combate por sus disfraza­dí­simos equivalentes ale­manes, y hasta el HMS Dorsetshire, un crucero pesado de diez mil toneladas, se había llevado un cañonazo en la sala de derrota, disparado por un cor­sa­rio que sólo en ese momento había renunciado a su dis­fraz. Si aquel mercante ho­lan­dés era en realidad un corsario ale­mán deberían condecorar al que lo disfrazó, se decía concen­­­trado en las mujeres. Demasiado lejos, todavía, para me­­­dirles las facciones, aunque las silue­tas ya eran claras, ya las podía definir, y a él no le importaría nada, pero que na­da de nada, ser puesto al mando del tro­zo de abor­da­je que lo inspeccionaría, con el co­me­tido prioritario de revisar, bien a fondo, aque­llas dos señori­tas. Empezaría por la del dos pie­­zas negro. Ru­bia, de coleta muy larga, diría él que bastan­te alta y con un ti­po de creer en Dios. De creer mucho, que a sus veinte años era un guardiamarina po­co ex­per­­to. No fue hasta Gibraltar, menos de un año antes, que fuera ordenado caballe­ro por una som­bría meretriz es­pa­ñola de muy poblado entrecejo, tan poblado como todo lo demás; una mercenaria del amor que operaba en una cha­bola del mísero San Roque, a doscientas yar­das del lími­te fron­te­ri­zo. Estaba pro­hibido dejar suelo británico y en­trar en la hos­­til Es­pa­ña, pero las au­­to­ri­da­des eran compre­nsivas, siquie­ra con San Ro­que, al menos cuando se juntaban en el ante­­­puerto el por­taaviones HMS Ark Royal, el crucero de ba­talla HMS Re­nown, seis cruceros ligeros y una do­ce­­­na lar­­ga de destruc­­tores. Dado que Gibraltar era muy pequeño no había pu­tas para to­dos, y como los carabineros españoles parecían mirar hacia otra parte, do­cenas y d­o­ce­nas de marineros camuflados de civiles cruzaban la verja na­­­da más tocar silen­cio, dispuestos a dejarse muy bue­nas li­bras esterlinas en las nada resplandecien­tes ca­sas de leno­­­ci­­­nio de San Roque, La Línea y Los Barrios. Más allá, ojo. Salir a pecar contra la carne a distancia de ir a pie, bue­no, pero de subirse a un autobús, o a un taxi, para bus­car algo me­jor en Alge­ciras, ni ha­­­blar. Eso ya sería deserción, y con suerte, porque igual te pescaban los agentes ale­­ma­nes, que Al­geciras hervía de los tales, y nunca más se sabría de ti. Menos arriesgadas eran Malta, Alexandria y Port Said, pero él no tuvo suerte. Los pocas horas que pasa­ron en la pro­metedora Malta, en el atra­ca­dero de Parlatorio Wahrf, lo hi­cie­ron en zafarrancho de combate, sumándose a la defensa antiaérea, y era que aquel día toca­ba recibir lo peor y más insistente del pesadísimo Flieger­korps X. Alexandria, ya de regreso al Índico, en cierto modo fue peor. A la Luft­waffe de Creta le pillaba demasiado lejos, pero la pla­za esta­ba en alerta sanitaria por una invasión de ladillas gi­gan­tes, o eso se murmuraba, de mo­do que, con buen juicio, el capitán prohibió dejar el barco. Temía, y con razón, hacer frente a una travesía de muchos miles de millas con una tripula­ción incapaz de mucho más que rascarse sus par­­tes puden­­das con frenética desesperación. En Port Said, ya fuera de peligro y relamiéndose con lo que contaban de los fantás­t­icos burdeles egipcios los su­b­oficiales más antiguos, pues casi todos ellos ha­­bían ser­vi­do antes de la guerra en la British Mediterra­nean Fleet, agarró una gastroenteritis que le tuvo tres días en la en­fer­me­ría de la nave, soltando las­tre por ambos extremos y tan de­bilitado que apenas po­día le­­vantarse. Como para ir­se de juerga, explicaba, cabizbajo, al comprensivo capellán.
            Un buen día llegaron a Fremantle, la que sería su ba­se por tiempo indefinido. Él no había estado allí. En rea­li­dad, de su país apenas conocía su isla -Tasmania-, Sydney, donde les habían entregado su bandera de batalla, el horrendo ar­senal de Wi­­­lliams­town y la cerca­na Melbourne. Pensaba de Fremantle que sería una ciudad decorosa, con buen am­biente para jóve­nes y apuestos oficiales en edad de merecer, aunque pronto supo que de tan conserva­do­ra co­mo era no había ni burdeles. Una excelente ciudad, pronto lo dedujo, para morirse de asco; si no tanto, para no salir del barco, ya que sus escasas y disputadísimas beldades no pa­recían in­te­re­sa­das en cometer ninguna clase de pe­cado, y menos con los hombres de la flota, pe­ro sí lo esta­ban, co­mo las de todas partes, en pescar un guardiamarina de pro­ve­cho. Unas cosas con otras, llevaba un año de ayu­no y abs­tinencia, toda­vía más cruel y doloroso al evocar las os­curas habilidades de aquella espa­ñola menuda y silen­ciosa, la cual, lo reconocía con ecuanimidad, le había da­do más, mucho más, de lo que cabría esperar a cambio de dos tristes guineas. Unas habilidades que di­fícilmente fi­gurarían en el catálogo amoroso de la exquisita rubia del Sträat Mala­ka, por entonces a mil quinientas yardas y que gracias a sus excelentes prismáti­cos japoneses, comprados en Singapur, veía como si estuviera paseando no junto a la pequeña piscina del Sträat Mala­ka, sino por el caparacho de la torre B. Qué preciosidad, se repetía. Qué faccio­nes tan di­vinas, qué cuerpo tan escultural. Qué tetas, qué culo, se ad­miraba para sí, consciente de que un oficial de la Royal Australian Navy jamás debería servirse de térmi­nos tan gro­seros para definir las características fisionómicas de una seño­ra. Señorita, me­jor. No tendría ni su edad. Dieciocho, todo lo más. Una verdadera mara­villa de mujer, lángui­da cuan­do se ten­­día en la tumbona, fascinante cuando se levan­taba rum­bo al bar, ele­gan­te cuando pedía desde ahí no veía qué, aun­­que a juzgar por el botellero debía de ser cham­pag­ne fran­­cés, deslumbrante cuando se alejaba contoneándose pa­­­ra buscar una revista, seductora cuando regresaba dándose aire con ella, co­mo si fuera un abanico...
            Así debía de ser Afrodita. No Venus, que los romanos, italianos a fin de cuentas, le caían fa­tal. Afrodita, sí, que los griegos eran aliados y les había vis­to subir a bordo el día que amarraron en la bahía de Suda, destrozados tras vérselas un mes con los terribles paracaidistas alema­nes, pe­ro aún así or­gullosos, indómitos, magníficos. Tan magníficos como aque­lla irreal Afrodita, tan rubia como la que pintara Botticelli, esa del cuadro reproducido en una vieja re­vista con la que, a falta de mejor inspiración, más de un ali­vio se había perpetrado en la intimidad de algún retrete.
            Difícilmente la vería otra vez, cuando acabara la ins­­­pección y el Sydney regresase al rumbo primitivo, aunque le resultaba difícil sustraerse al ensueño de atra­­car en Fremantle, ver llegar al Sträat Malaka de arri­ba­da forzosa, y llegar caminando a su costado en su in­ma­culado uniforme blan­co, subir por la escala, preguntar por ella, que sería la hi­ja del capitán... no, qué diablos, puestos a soñar hagámoslo a lo grande; sería la única heredera de algún imperio del caucho, que los holandeses tienen mu­chos, y allí comen­­zaría, bajo la cálida sonrisa de los dioses, un idilio arrebatado que a su debido tiem­po culminaría en braguetazo colosal.
            Mil yardas. El capitán Burnett se manifestaba realmente irritado con su contraparte del Sträat Ma­laka, se decía escuchando sus maldiciones aunque sin perder de vista el rostro de Afro­di­­ta, que acompañada de la otra, la cual tampoco estaba mal, les miraba desde su cubierta, sonrientes y saludándoles con la mano. Hasta besos, les tiraban.
            -Señalero, transmita una vez más: Díganos Su Identificativo Secreto. Señor Henderson, listos para disparar un cañonazo de advertencia, cien yar­das por su proa.
            Muy burro debía de ser el capitán holandés, viendo al Sydney en rum­bo paralelo, a menos de mil yar­das, las cuatro torres orientadas hacia él en claro display amenazador. Cualquier otro se habría parado, pero aquel no sólo no lo hacía, sino que no dejaba de trans­mitir señales de alar­ma, sin contestar ninguna de las que se le hacían. Parecía convencido, el muy animal, de vér­selas con un panzerschiff, cuando le bastaría un vistazo al último Jane's Fighting Ships para identificar lo que tenía por el través. Ahí bajó los prismá­ticos, sorprendido por el grite­río de la tripulación. Numerosos marineros armados de catalejo, que ha­bían aban­­­­­do­na­­do sus puestos, au­llaban y brincaban muy por fue­ra de toda compostura. Per­plejo, vol­vió la mirada al Strä­at Malaka, y comprendió. Las mujeres, evi­den­te­men­te diver­ti­das con tan marcial entusiasmo, bailaban para ellos. La morena, en su ceñido traje de baño. La ru­bia, su Afrodita, les miraba en escorzo, en un gesto que no podía ser más pícaro, las manos a la es­palda y, no podía ser más extraordinario, haciendo como si fuese a desabrochar su bustier...
            Pedazo de zorra, se susurró con incomprensible pesar, pero ahí la oscuridad eterna se hizo con él y con unos cuan­tos más. Concentrado como estaba en Afrodita no se había dado cuenta de que algunos paneles, o falsas amuradas, se deslizaban imperceptiblemente a lo largo del casco y las superestructuras del Sträat Malaka, lo justo para dejar asomar una docena larga de bocas de fuego. No llegó ni a ver el fogonazo del disparo que le ma­tó. Su cabeza se había interpues­to en la trayectoria de una granada panzerspreng, con fatales resultados. La granada prosiguió su camino, im­­pertérrita, para explotar un metro más allá, en la cabina de radio. El Sträat Malaka ya no existía. En su lugar, el Hilfs­kreuzer Kormoran, de la Deutsche Kriegsmarine, disparaba con­tra el HMAS Sydney con todo lo que tenía, de su­perfi­cie y submarino. A esa distancia no podía fallar, y no fallaba. So­bre el sor­pren­dido crucero australiano se abatía una tor­menta de fuego, de todos los ca­libres. El menor de todos ellos era 7,92 milímetros, el que disparaban dos docenas de ame­tralladoras MG-34, aunque no por ser el más liviano era menos letal. Una de dichas ametralladoras, que había surgido de la nada en la cubierta de la piscina, la manejaba un cabo de prime­ra clase con ayuda de un marinero raso, hasta un minuto an­tes bella rubia que se quita lo de arriba y compañera morena pre­pa­rán­do­se para lo mis­mo. Ahora, las pe­lucas en el suelo, el cabo aún en bra­gas y su ayudante cargador en atavío similar, disparaban con exquisita precisión contra to­do lo que pu­­­diera flotar en la ban­da de babor del in­­cen­dia­do Sydney. Botes, salvavidas, lanchas neumáticas, planchas de madera, cualquier cosa que pudiera sopor­tar el peso de un marino australiano puesto en­cima. La razón era clara: que na­die pudiera explicar cómo era el Kormoran, cuál era su silueta, qué había hecho, qué había dicho, en aquellas largas ho­ras de persecución. Había unos cuantos hilfskreuzer como el Kormoran repar­tidos por los mares, dos docenas de avitualladores y otras tantas de forza­­dores del bloqueo. La mejor ar­ma de todos ellos, si no la única, era el disfraz, y cuanto menos supiera el enemigo de su esen­cia, de sus ma­niobras y de sus ardides, mayores serían sus espe­ranzas de supervi­viencia. Si algo tenían claro los cor­sa­rios disfrazados ale­ma­nes era que, por penoso que resultase, jamás de­bían dejar enemigos a flote.
            El Sydney también disparaba. Por poco tiempo, pues el vendaval de fuego no tardó en de­jarle mudo, aunque para entonces había colocado en el Kormoran cuatro granadas explosivas. Tres no hicieron daño, pero la cuarta incendió los depósitos de combutible de los motores auxilia­res. Un incendio imposible de dominar, aunque al menos se dejaba ralentizar. El marine­ro ayudante se incorporó a los que luchaban contra él, pero el cabo de primera clase siguió dis­pa­rando. De cerca y al natural tenía poco de femenino, pero había cometido la insensatez de disfrazarse de walkyria en la fiesta que todo barco de guerra organiza cuando cruza el ecuador. El atento coman­dante, que se desvivía por la se­guridad de su bu­que, andaba dando vueltas a la forma de mejorar el disfraz. Sabía que nada contribuye más a des­­pis­tar que la pre­sencia de mujeres guapas semidesnudas, sobre todo si se las ve de cerca, y los aviones de re­­co­no­ci­mien­to enemigos so­lían bajar hasta casi tocar los topes de los mástiles. El ani­ña­­do cabo disfrazado de walkyria le dio la idea. De­bi­da­men­te per­­filado, y con un ata­vío mejor hecho, podía dar el pe­go a la dis­tancia de diez metros. Ahí sur­gió el problema: no se de­jaba convencer. Te­mía, y era de com­prender, el in­mi­sericorde cachondeo de sus compañe­ros de sollado. Tu­vo que in­tervenir en persona, y compen­sarle con la prome­sa de un as­censo a la primera oportu­nidad. Des­de ahí todo fue fácil. Siem­pre afeitado, depilado y con las uñas exqui­si­ta­mente pintadas de rojo fue­go. Una peluca mejor hecha y di­versas ro­pas de mujer, sien­do la mejor un dos piezas ins­pi­rado en el que lucía Marika Rökk en Hallo, Janine!, la pelí­cu­la favori­ta de la tri­pu­la­ción. A primera prueba no le sentaba ni medio bien, pe­ro el hábil con­tra­maestre, responsable del dis­fraz del buque, lo perfec­cio­nó con ayuda de buenas canti­dades de goma espu­ma. En su versión final el avergonzado cabo lucía unos pechos de vikinga y un trase­ro por el que hasta el último miem­­bro de la tri­pulación habría mata­do, aun­que nadie se reía. Todos entendían que aquella humi­llan­­te facha era el re­galo que su compañero les hacía para pre­ser­var en lo posible la seguridad ge­neral. Nadie se inco­modó, pues, cuando se­manas después se le ascendió a ca­bo de primera clase y se le concedió la Eiserne Kreuz de se­gunda clase, que le im­­puso el propio Fregattenkapitän Detmers en la cu­bier­ta de popa, no por parecerse a la diosa Ger­mania, si­no por su sacrificio en mejorar la seguridad de la nave. Aún así ni dejó de ser soldado ni de sen­tirse un sol­dado. Cuando el contra­maestre rompió la ca­nas­­ta de la bande­ra de combate, y un segundo después resonara el estampido del primer ca­ño­­nazo, el cabo de primera clase, nacido en Dant­zig veinte años antes, dejó de sonreír, se des­­pren­­dió del bustier, corrió ha­cia la caja que oculta­ba su MG-34, la izó sin ayuda, la mon­tó en su asentamien­to, la cargó y abrió fuego contra los mismos marineros australianos que segundos an­tes aplau­­dían su in­sinuado striptease. Ni siquiera se dijo la vida es dura, camaradas, o la guerra es la guerra. Él era un cabo ametrallador, y ametrallaba. Sólo eso.
            El Sydney, incapaz de disparar, se cernía sobre el Kormoran, con eviden­te ánimo de pasar­lo por ojo, pero el Komandant Detmers dominaba su ofi­cio y no le costó esqui­varlo. Al ha­cer­lo puso la banda de estribor del Syd­ney al alcance de su artillería, y de nuevo los cañones de 152, 75, 37 y 20 milímetros volvieron a la carga. También las devastadoras MG-34, de modo que al cabo de unos minutos no quedaba en el Sydney nada que pudiera flotar. Le vieron alejarse, ardiendo en pompa y escorado a babor. Al cabo de media hora no era más que una nube de humo alzán­­do­se tras el horizonte, aun­que nadie le prestaba la menor atención, pues el Kormoran estaba en tran­ce de saltar por los aires y todo el mundo se afanaba en abandonarlo, del modo más ordenado, eso sí. El cabo de primera clase, ileso y con su ropa bajo el brazo, también.
            Al Sydney nadie le volvió a ver. Su tripulación, 645 hombres, se perdió en su totalidad. Los trescientos y pico supervivientes alemanes permanecieron cinco años en un campo de concen­­tración australiano, bastante menos confor­table que los rusos, según comentarían después, para lue­­go re­gre­­­sar a una Alemania muy distinta de la que habí­an dejado tras ellos a finales de 1940.
            En opinión de no pocos estudiosos de la guerra naval, el combate del 19 de noviem­bre de 1941, cerca de las isl­as Abrol­hos, a trescientas millas de Fremantle, fue el he­­cho más extraordinario de la segunda guerra mundial, cuando menos en la categoría de un barco de guerra contra otro barco de guerra, ya que uno de los dos no era, en sustancia, más que un humilde carguero, en absoluto cons­trui­do para soportar las exigencias de un duelo artille­ro contra un crucero regular, muy superior en ar­mamen­to, velocidad, estructura y blindaje. Un combate del que sólo se conoce un relato, el del lado alemán. Sigue sin saberse qué pu­do distraer, de un mo­do tan desastroso, la atención de los serviolas y vigías australianos, por asom­broso que re­sulte imaginar la gran cantidad de bocas de fuego que asomaban por el costado del sos­pechoso Sträat Ma­laka. Según el relato del co­man­dan­te alemán, no se percibió reac­­ción alguna en el cru­cero aus­tra­­lia­no hasta que las granadas alemanas comenzaron a devastar sus cubiertas. Un com­pleto misterio. Tres cuartos de siglo después, con muy pocos supervivientes aún vivos, es dudoso que se llegue a resolver, aunque quizá también suceda que la explicación es tan frívo­la, tan anticlimática, que se pre­fiere no hacerla pú­­blica. Después de todo, deter­mi­na­das ha­bi­lidades en ma­­teria de camuflaje militar, y sus efectos en una tropa muy hambrienta, sigue siendo material clasifica­do.


© Ildefonso Arenas

Agosto de 2015

9 comentarios:

  1. Leo en el correspondiente artículo de Wikipedia, "HMAS 'Sidney' (1935)", que, en el momento crucial, "marinos alemanes se posicionaron en las entrecubiertas preparando la artillería mimetizada, mientras que otros marinos se paseaban indolentemente en sus cubiertas, simulando tranquilidad ante la presencia del crucero australiano". Mis oscuros recuerdos de la lectura, hace muchos, muchos años –puede que en las impagables páginas de las "Selecciones del Reader's Digest"–, de la epopeya del Kormoran confirman esta versión, la de que eran simplemente rudos marinos del género masculino, sin tapujos, los que distrajeron a los incautos australianos con su escenificación.
    La ficción supera a la vulgar realidad, y estas atractivas, digamos, señoritas, capaces de suscitar pensamientos libidinosos en el desprevenido guardiamarina, transforman el suceso bélico en una ocurrente narración literaria. Acaso éste sea el mismo mérito que inmortalizó a Homero.

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    1. Los trescientos y pico supervivientes del Kormoran jamás explicaron, mientras estuvieron en cautividad, cómo se las apañaron para engañar a los tripulantes del Sidney, aunque su comandante, Theodor Detmers, algo insinuó en su relato autobiográfico 'Kormoran, der Hilfskreuzer' (en inglés, que no sé si aún se puede encontrar -se publicó hace más de 60 años-, se llama 'The Auxiliary Cruiser Kormoran'). Se sabe, sin embargo, que en la mayoría de los otros cruceros auxiliares alemanes se recurrió a disfrazar de bellas señoritas a los marineros que dieran mejor el tipo (y también de negros, aunque en este caso el disfraz era más sencillo: un poco de betún y eso era todo). Así, por ejemplo, el Atlantis se las apañó para sobrevivir 22 meses ininterrumpidos, repartidos entre el Atlántico, el Índico y el Pacífico. En duraciones más cortas creo que algunos de los otros -Widder, Orion, Komet, Thor, Michel y Pinguin, o todos menos el Stier- recurrieron a lo mismo, y salvo en el caso del Pinguin -el HMS Cornwall no picó- con éxito.

      Las Selecciones del Reader Digest censuraban por sistema todo lo que a sus editores les sonase a sexo, desenfreno y comunismo. A eso se debe que muchos la tengan (la tengamos) por una de las más perniciosas publicaciones que jamás hayan existido. Celebro de corazón que sus lecturas no te hayan hecho efecto.

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  2. Aprovecho para felicitar al autor del relato por su libro "La tercera Cruz de Caballero" que he terminado de leer hace pocos días. La narración de un supuesto viaje en que escapan unos jerarcas nazis desde Alemania hasta Sudamérica, pasado por España, me ha parecido genial, en el contexto de una gran novela. Espero poder comentar con Alfonso diversas partes de este libro que me han interesado mucho.

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  3. Pues si vienes a la charla de Manolo, ahora no recuerdo el día, nos comentamos. Te avanzo que el supuesto viaje responde a una 'leyenda urbana' que bien pudiera no ser una leyenda.

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  4. Muy bonito el cuento, que es muy posible que sea un relato. Desconozco si habrá más casos en la Kriegsmarine; en todo caso, si fuera así, parece que los alemanes tuvieron bastante inventiva en aquella guerra (y picardía, no exclusiva de los franceses)
    Fuera del entorno marinero, el hecho de mostrar unos buenos pectorales femeninos siempre ha servido como elemento de distracción (o incluso disuasorio)en cualquier confrontación, general o individual. Y muy efectivo a nivel de espionaje (una abanderada podría ser la mismísima Mata-Hari, ¿o no?)

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    1. Alemania no inventó los cruceros auxiliares, pero fue la maestra indiscutible en el arte de disfrazarlos. En cuanto a los buenos pectorales femeninos, me atengo a lo que dijo Bonaparte: 'las batallas contra las mujeres son las únicas que se ganan huyendo'. 'Afrodita' es, en realidad, una maqueta de algo mucho más largo que algún día escribiré, si Apolo y Atenea me conceden el tiempo suficiente.

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    2. ...jaleados por la propia Afrodita, naturalmente.

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    3. Pues no estaría muy seguro. En el Olimpo -lugar, por las apariencias, mucho más divertido que el Paraíso- no reinaba la unanimidad. Cada uno de los doce dioses olímpicos tenía sus propias creencias y sus propias manías-simpatías, y el caso era que Afrodita y Atenea se llevaban fatal. Quizá de ahí viene la convicción judeocristiana de que una chica guapa jamás puede ser inteligente. Por mi parte, ni quito ni pongo. A mí, como decía el inefable WW Jacobs, me gustan todas.

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  5. Pues más de uno ha echado mano de Afrodita para lograr su apoyo en asuntos particulares. Lo ideal es conseguir que se pongan de acuerdo las dos diosas y que Cronos te dé la oportunidad de mostrar al mundo las consecuencias de ese apoyo. ¡Ánimo!

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