14 marzo 2019

Ferrari GTO


Por Ildefonso Arenas

El recuerdo más antiguo que conservo en mi memoria toca to­dos mis sentidos: el tacto algo­do­no­so de la grasa disuelta en la benzina, la pestilencia del taller, el gusto salado de mis lágrimas, las voces de padre ‑¡no es así, no es así, pon más cui­­dado, leche!- y la vista de las piezas de acero asomando de la porquería que flo­taba en la ba­­tea. Yo tenía que dejarlas res­­plan­de­cientes, por­que a los cuatro años que tendría por en­ton­­ces ya debía empezar a pa­gar la deuda de haber sido pa­­rido en aquel infame pueblo del demonio.
            No sé si nací para mecánico, y aún menos si habría sido capaz de ganarme la vida de otra forma, pero si te alumbran en el chamizo de un herrero, en un hosco poblachón de la Siberia extremeña, y tu hermana mayor es mongólica de so­­lemnidad, el pequeño ton­to del culo y tu pa­dre ra­ra vez lle­ga lúcido a la siesta, no te queda otra que aprender el oficio cuan­­to antes, por­que con lo que saca madre de coser, zurcir, arreglar y remendar, y los cuatro hue­vos que algu­na vez po­nen las gallinas, ya desde antes de la primera co­mu­­nión tienes claro que, o espabilas, o a la confir­ma­ción no llegas.
            El que no llegó a la mía fue padre, porque la carrera entre su cirrosis y mi devoción te­nía el ganador cantado desde antes de calar mi primer di­ferencial. Yo tam­­poco llegué, por cierto; montar un grupo cónico a fuerza de hostias te ha­­­ce com­prender que no hay Dios, o que si lo hay no es de fiar, de mo­do que te apuntas a 'es que no tengo tiempo, padre, hay mucho traba­­jo en el taller', y te das de baja en ir a mi­­­sa, y es que la fe, por sí sola, no es capaz de compensar el in­menso ren­cor que acumulas en tu mente a poco criterio que padezcas. No sólo es por la pena de ni saber de qué color fueron tus uñas, sino de compren­der que no vas a ser al­to, ni guapo, ni es­­bel­­to, que a fuerza de gachas, berzas y garbanzos llevas el peor de los ca­mi­nos en la cosa de la estética, y que las niñas del pueblo, a las que prefieres no mirar, no tra­tar, no hablar, unas te lla­man Cu­lo de Vaca y las otras Ena­no Saltarín.
            Que padre la espichara fue un alivio para todos...

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1 comentario:

  1. Gracias por contarnos las aventuras de este chusquero mecánico bajito y culigordo.

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