13 enero 2020

CUENTO DE ELOY MAESTRE

PAPANDO MOSCAS


Esto sucedió en mi ya lejana adolescencia, esa época turbia de crecimiento corporal y turbulencia hormonal cuando nada sabes del mundo y sus azares y todo es nuevo, a veces divertido y apasionante, otras triste e incógnito. Me encontraba sentado por la mañana temprano a cubierto del inclemente sol veraniego en un chiringuito playero con la obligación tantas veces eludida de estudiar pero sin el menor interés por mi parte de conseguirlo. Hacía un calor pegajoso y húmedo, todo me molestaba, empezando por el libro abierto sobre la mesa.
En especial se mostraban implacables conmigo esos dípteros odiosos llamados moscas, que en determinadas condiciones de humedad, calor y suciedad (condiciones ampliamente cumplidas en la zona) se reproducen bárbaramente. Ignorando los motivos que las conducían en masa al chiringuito, una vez en él acudían a libar a mi cuerpo, tal vez el sudor levemente salino que manaba de mis poros o quien sabe qué. Harto de golpearme con las manos sin intenciones masoquistas, tomé la sublime decisión de acabar con algunas de ellas. Con todas hubiera sido imposible por su número incalculable, pero me propuse matar un buen puñado, así me dejarían en paz y ya de paso asesinaría momentáneamente mi aburrimiento porque estudiar, lo que se dice estudiar, no pensaba hacerlo nunca.
El acto en sí de cazar moscas no requería excesivo esfuerzo dada su abundancia y mi pericia. Colocabas la mano derecha al lado de una de ellas, porque era preciso cazarlas una a una, y con un rápido giro de muñeca la apresabas cerrando la mano. Después se abría esa mano lo mínimo para que los dedos de la izquierda penetrasen por el hueco abierto y tomasen con cuidado el díptero cazado. Si esa segunda maniobra tras la caza, que podría denominarse específicamente como apresamiento de la pieza, se realizaba torpemente despreciando su habilidad esta se escapaba y te dejaba con cara de idiota: creías tenerla en tu poder y salía volando.
Cuando la captura se realizaba correctamente, la mantenías entre los dedos de tu mano izquierda y con las uñas de los dedos de la mano derecha procedías a su limpio descabezamiento. Una vez realizada la maniobra se me ocurrió, aquel día luminoso en todos los sentidos, depositar su cadáver en la mesa.
Con aquel inicio prometedor, la segunda mosca, 
asimismo descabezada, tomó su lugar en la mesa a la derecha de la primera, y así continué una tras otra hasta completar una decena. No me contenté con ese número redondo y comencé otra fila de diez, y a esta siguió una tercera con el mismo número y luego una cuarta. En este punto me detuve, exhausto por el esfuerzo desplegado en tan insólitas capturas.
Conforme alineaba sus mínimos cadáveres ordenadamente en la mesa de mis supuestos estudios notaba una cierta reticencia de sus congéneres por posarse en mis cercanías o sobre mi cuerpo serrano. Estimo muy probable que en sus evoluciones observasen el cruel destino de algunas de ellas, exhibidas con el fin de amedrentar a las vivas por el relator de esta aventura.
Las condiciones climatológicas parecían idénticas a las de una hora antes cuando comenzó la cacería y sólo unos metros más allá observaba su profusión volando de acá para allá y molestando a los escasos compañeros de sudores en el chiringuito. Pero a mí me iban tomando un cierto respeto y las moscas, que miraban con sus ojillos facetados los restos de sus compañeras sin cabeza, tal vez huyeran a libar el sudor en otras pieles menos agrias que la mía.
Con la cacería cubrí en aquella ocasión el expediente de mi obligación de estudiar cara a mis padres, cerré el libro apenas mirado y marché a bañarme al mar como cada día. La tarea cinegética resultó verdaderamente titánica y acabé agotado, por eso agradecí más que otros días la estruendosa inmersión en el agua salada del Mediterráneo.
En fechas sucesivas procedí de la misma manera: capturando moscas y sembrando mi mesa de cadáveres descabezados. Preso de la costumbre de sentarme siempre en la misma silla junto a idéntica mesa, la nube de moscas debió tomar constancia de mi presencia odiosa: ¡ahí está ese c... que cortó la cabeza a mi hermana!, y alertadas por parientes o amigas se apartaban de mí como de un apestado: me había ganado su respeto y su odio. Trascurrida una semana de múltiples sacrificios diarios al fin me dejaron aburrirme tranquilo.
Hubo días en que incluso estudié durante ese verano de tedio caluroso.

3 comentarios:

  1. Eso te pasa por ser un 'asesino mosquil'. Para que te consueles, te cuento que, en la fínca campera familiar, no solo había moscas sino, además, avispas, abejas y tábanos que acechaban constantemente mi cuerpo con saña perversa y, muchas veces, lograban su objetivo de picarme ¡Madre mía lo mal que lo pasaba ! Consecuencia: Que no eres el único: Yo también lo fui ... ¡Y lo sigo siendo!

    ResponderEliminar
  2. Muy bueno. Yo hacía otra cosa a mis ocho tiernos añitos: cazaba moscardones y les quitaba las alas. Era un poco cruel, pero me causaba hilaridad los brincos estrambóticos que pegaban intentando volar sin conocer los principios de la aerodinámica. Luego los metía en jaulas para ver si con el tiempo les volvían a salir, pero se morían antes.
    Tu método me parece interesante para evitar que te molesten las moscas; me ha recordado al modo de pensar de algunos extremistas con respecto a las migraciones.
    Espero que no te hayas mosqueado...

    ResponderEliminar
  3. Pues creo que más provechoso te sería haber puesto un atrapa-moscas de los que había entonces y haber estudiado tranquilo :)

    ResponderEliminar

Escribe en el recuadro tu comentario.
NO TE OLVIDES DE FIRMAR.
¡ LOS MENSAJES ANÓNIMOS SERÁN BORRADOS !.