...POR ELOY MAESTRE
Lo mío son los razonamientos obvios, suponiendo
que cualquier razonamiento pudiera ser obvio: Libros llaman a libros.
Todo buen libro nos proporciona felicidad, y
conviene recordar la máxima de que no hay libro malo que no contenga algo
bueno, pero los escritores somos, necesariamente y en primer lugar, ávidos
lectores (salvo obras autobiográficas) y como ese es nuestro alimento
intelectual, en el proceso mental de escribir suelen venirnos a la memoria
libros leídos, y a veces consideramos pertinente y revelador, citarlos.
Justo en ese instante se produce el chispazo, la
conexión entre la lectura de este libro de ahora y otro libro diferente. La
cita suele ser elogiosa hacia una obra concreta o su autor, a veces incluye ambos
casos, y puede despertar el deseo de leer o releer tal obra.
En este último caso se dan dos supuestos: cuenta
con la obra en su biblioteca o no.
Ya en el terreno concreto me citaré a mí mismo
porque no tengo otro más a mano ni querido. Comenzaremos por la disposición de
libros propios de la insigne Roma, que señoreó durante siglos la antigüedad del
mundo occidental hasta el punto de convertir el Mediterráneo en su mar
particular: Mare nostrum lo llamaban con precisión.
La lectura de un clásico sobre el tema: Historia
de la decadencia y ruina del Imperio Romano, del británico Edward Girbon, una
obra de apabullante erudición y ardua lectura, me llevó a otro libro más
ligero: Historia de Roma, del periodista italiano Indro Montanelli, escrito ya
en el siglo XX, y ambos a releer una Historia de la República Romana, de José
Manuel Roldán, profesor de la Universidad Complutense de Madrid, tomado como
manual en la Autónoma de la capital donde estudió mi hijo Eloy; se trata de un
manual completísimo difícil de superar. Este último comprende sólo una parte de
la historia de Roma, la primera, lo mismo que el de Girbon explica solamente la
última. El único omnicomprensivo es el de Montanelli, una síntesis histórica
ligera y seria a la vez, con lenguaje bello y accesible a todos.
El otro supuesto: la llamada de un autor leído a
otro que conocemos de oídas pero del que carecemos, se dio merced a la
amplísima lectura que llevé a cabo de las obras de Josep Pla, un autor catalán
admirado por mí hasta la locura. En varios de sus libros cita los Ensayos de
Montaigne, un escritor francés del siglo XVI, cuya obra magna llevaba siempre
consigo en sus numerosos viajes por el mundo.
Tanto el autor como su siglo de vivencia me
echaban un poco para atrás. Se me ocurrió pedirlo (para evacuar consultas
conmigo mismo al modo de los diplomáticos como Arturo) en mi Biblioteca Pública
del barrio madrileño de Tetuán, lo leí por completo y me encantó. Tras hacerlo,
no lo consideré un filósofo al uso, pese a que reflexione ampliamente de la vida
y los humanos, y me pareció hermosísimo. En la edición de Acantilado de 2007
que adquirí en mi librería reluce la traducción de J. Bayod Brau, en un español
límpido y hermoso. Pla lo disfrutaba en su idioma original, pero yo no me
atreví a tanto.
Libros llaman a libros, es mi filosofía vital.
Muchas gracias por cmpartir con nosotros tu excelente artículo. Es esperanzador ver que aún quedan entre nosotros buenos aficionados al noble vicio de leer.
ResponderEliminarEloy:
ResponderEliminarCuanto dices en tan poco espacio, dos facetas del libro, la que te hace aprender, y la que te invita a seguir leyendo; claro que para eso hace falta tener la ilusión de disfrutar del libro y de saber, esa pieza de papel escrito y encuadernado que resiste contra viento y marea ese lado malo de la digitalización que pretende acabar con él, pero es evidente que no puede. Por cierto, hablando de otra cosa, ¿recordáis el taller de encuadernación?; para mi otro hito que hizo crecer el amor al libro.
Francisco González
Lo bueno si breve dos veces bueno. Gracias por tu escrito y a leer vamos.
ResponderEliminarPRECIOSO ARTICULO.RECUERDO CON CARIÑO EL TALLER DE ENCUADERNACION.CON AQUELLAS ENSEÑANZAS,ENCUADERNE LOS APUNTES DELA CARRERA.
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