28 diciembre 2020

UN REGRESO ACCIDENTADO

... POR KURT SCHLEICHER

 

Esta historia es verídica, no es un cuento; es lo que en el cine aparece como “Esta película se basa en hechos reales”. Hay ocasiones en la vida en las que varios eventos o sucesos se complican encadenándose todos seguidos, y ésta es una de ellas. Sucedió en el ya lejano 1988, por lo que no es fácil recordar todos los detalles, pero los hechos están reflejados con absoluta veracidad.

Se trata del final de un viaje programado por varios países de Sudamérica, siendo el último destino Colombia, visitando Cartagena de Indias, Bogotá y por último, las islas del Rosario. La parada en estas islas estaba prevista para terminar el viaje con un relajante día de playa; aquello se quedó en intenciones, pues hizo un frío poco habitual para ser el Caribe y además el día salió tormentoso. Allí empezó el accidentado final del viaje…

El hotel estaba a pie de playa, sencillo, de dos plantas. El cielo estaba negro, pero afortunadamente no hacía mucho viento y decidimos aprovechar la playa. Del grupo original sólo quedábamos ocho personas, dos parejas italianas y otra francesa; españoles solo éramos mi mujer y yo. Dado que hablo italiano y parloteo el francés, me nombraron automáticamente líder del grupo, pues ninguno de los otros seis hablaba español y me tocó hacer de portavoz y coordinador de cualquier evento que nos surgiera. No sé si este hecho tuvo que ver con lo que pasó después; quién sabe si aquellos días me tocó ser gafe.

La verdad es que estar sentado en la playa en el bar del hotel sin un sol que calentase el ambiente, algo fresco, no apetecía demasiado. El agua debía estar fría, pues no había ni un alma bañándose. Yo estaba frustrado, pues el día estaba previsto para eso, para bañarse, y en aquél perdido lugar de cuatro casas no había nada que ver y la isla ya se veía que no disponía de nada interesante que visitar. Resultado: un día perdido tomando combinados. Aquello no me resultaba atrayente y tomé una decisión.

 Creo que me voy a meter en el agua a ver si buceando cojo algún coral, ya que aquí no parece estar prohibido hacerlo  le dije a mi mujer en tono que no admitía discusión, pero no me valió de nada.

 ¿Estás loco? El agua debe estar helada…

 Yo lo voy a intentar; vete a saber si no fuera para tanto. ¡Estamos en el trópico!

 Pero es que en Agosto aquí es invierno  me razonó ella, algo alterada.

 Nada, nada; en la información turística dice que deberíamos estar a treinta grados…

 ¡Pero si no hay nadie en el agua!  me espetó ella, que no se quería dar por vencida.

La verdad es que me estaba empezando a enfurruñar; la idea de buscar corales y poder llevármelos, cosa impensable en otros lugares, me resultaba muy atractiva y no me agradaba dar mi brazo a torcer. Cierto es que no estaba bien “asolar” una barrera de corales, pero me decía yo que  era lo mismo que llevarse un par de manzanas de un árbol en el borde de una propiedad llena de manzanos, pues ni se notaría. Era consciente de que el coral es un ser vivo, pero como había tal cantidad, llevarse un par de ellos era como arrancarle un par de pelos a la barrera coralina y además ya crecerían otros más. Probablemente no tenía razón, pero la tentación y la falta de vigilancia combinadas era muy fuerte.

 Pues yo me largo; ya verás cómo me meto en el agua. Estoy seguro de que no será para tanto…  respondí a la vez que cogía mis gafas de bucear y me levantaba bruscamente sin dar opción a más discusiones estériles.

El agua estaba fresquita, pero no más que la temperatura que podría encontrarme en la costa cantábrica o en Galicia. Una vez dentro, era agradable, pues fuera se notaba viento y no apetecía nada salir mojado. Desde allí le hice señas a mi mujer con el pulgar levantado, pero se veía que estaba enfurruñada y no me respondía. Lo de los corales lo sabía por lo que nos dijo el recepcionista del hotel, pero había que ir algo más adentro, donde debía estar la barrera coralina.

Decisión tomada: encontraría los corales buceando, aunque no me apetecía mucho ir a zonas más profundas estando completamente solo. Me zambullí y observé que el fondo estaba como cuadriculado con una serie de “caminos” más elevados, en los que se podía hacer pie. ¡Estupendo! Andando por encima de aquellos caminos me sentía más seguro, pues notaba una moderada corriente en el agua y de esa manera, no perdiendo pie, estaría protegido de la corriente, pudiendo además retornar siempre a cualquier otro de aquellos caminos elevados. Al bucear me di cuenta que más lejos había una mayor profusión de corales.

Decidí que me arriesgaría a meterme un poco más siguiendo uno de aquellos caminos hasta llegar al borde de la barrera coralina donde se entreveía que había muchos más corales, pese a que el agua estaba algo turbia a causa de la tormenta y las corrientes. No hacía falta zambullirse, pues tocaba fondo según me acercaba andando; iba más bien a saltos, pues la corriente ya era notoria. Me daba de tortas mentalmente al no haber previsto llevarme una bolsa de plástico, pues sólo podría llevarme los corales que me cupieran en las manos, salvo que me los metiera en el bañador, cosa muy molesta por razones obvias. Cuando quedaba ya poca distancia para alcanzar la meta y relamiéndome al distinguir la cantidad de corales de todos los colores que había por allí, me zambullí y fui nadando por encima de ellos. Logré arrancar un par no muy grandes y me los guardé en la mano; la verdad que nadar con una sola mano no resultaba fácil y hacer pie en los corales descalzo como estaba, tampoco, así que continuar con la recogida de corales no me resultaba ya tan atractivo y decidí volver. No me había fijado que la corriente me había alejado más de lo previsto y la zona cuadriculada bordeada por los caminos había quedado más lejos. No parecía ser un problema, pues estaba cerca y tanto buceando como nadando volvería allí; no contaba con la mano ocupada y así ya no era tan fácil. Además, la corriente era cada vez más fuerte, costándome mucho llegar a donde quería. Conseguí con mucha dificultad pisar en el primer camino que encontré, pero la corriente era ya tan fuerte que me tiraba a la zona más honda; no era capaz de hacer pie y guardar el equilibrio al mismo tiempo. Y eso no era lo peor, pues me di cuenta que la corriente me echaba otra vez hacia los corales y mar adentro, alejándome de la playa. Empecé a asustarme, pues, aunque no estaba muy lejos, no podía evitar que me arrastrara. Se me ocurrió una posible solución: si buceaba muy cerca del fondo, no habría tanta corriente y podría soslayarla. Error: no resultó como pensaba, y menos con una mano ocupada con los corales. Decidí que lo mejor sería desprenderme de ellos. Ya podía bucear mejor, pero la corriente era la misma en el fondo y seguía sin poder contrarrestarla. Intenté nadar en la superficie, pero era todavía peor; tuve que reconocer que la corriente me estaba llevando verdaderamente mar adentro. Me desprendí también de las gafas para que no me estorbaran y poder respirar mejor (eran gafas que tapaban también la nariz, como se llevaban en aquellos años). Encima me sentía cansado tras tanto luchar contra la corriente; agité los brazos para que me vieran y mi mujer me respondió, pensando que la saludaba.

¡Socorro!  grité agitando los brazos, pero ella me respondía con más saludos.

¡¡Socorro, que va en serio!!  grité ya todo lo fuerte que pude.

Ya no era capaz de verla, exhausto y ocupado como estaba en evitar el oleaje que me salpicaba y no me dejaba ver. Me puse de espaldas haciéndome el muerto para descansar y de vez en cuando agitar los brazos, pero en esa posición tampoco podía ver lo que sucedía en la playa.

 ¡¡Socorro, socorro, SOCORROOO!!  continué gritando con todas mis fuerzas hasta quedarme ronco, pero sin saber si se me oía.

Desde luego, aquello se estaba poniendo feo de verdad, pues la corriente me seguía alejando. Ya me estaba figurando que me buscarían al cabo de algún tiempo, pero… ¿me encontrarían en aquél inmenso mar? ¿Y quién?

Cuando me recobré algo del cansancio, volví a intentar nadar contracorriente, pero la fuerza del agua podía más y me daba cuenta que estaba cada vez más lejos. Busqué a mi mujer con la vista, pero no la veía. ¡No estaba en el mismo sitio y nadie más que ella sabía lo que me estaba pasando! Empecé a sentir miedo y rabia a la vez; ¡de qué manera más tonta me había metido en ese lío, del que podía salir más muerto que vivo!

Volviendo a mirar hacia la playa, de repente vi a lo lejos una especie de canoa con doble quilla, como se llevaban por allí. La manejaban dos hercúleos remeros de color; me tranquilicé al observar que venían hacia mí. Volví a agitar los brazos, por si no me veían, pero al cabo de poco tiempo se habían colocado a mi lado.

 ¡Súbase, señor!  me gritaron.

 ¡No puedo! ¡Estoy demasiado cansado!  no me quedaban fuerzas para izarme, así que me agarré a la popa de la canoa y les indiqué que “me remolcasen”.

De esta guisa volvimos a la playa, donde ya divisé a mi mujer y a las dos parejas de italianos, expectantes.

 ¡Dale una propina a estos muchachos, que se lo han merecido!  le dije a ella según llegábamos.

 ¡Claro! ¡Les envié yo!  me respondió. ¡Era por esa razón que había dejado de verla, pues había estado buscando ayuda! La verdad es que fue muy eficiente, pues si hubiera estado menos atenta, Dios sabe hasta dónde podría haberme llevado el mar. Era muy posible que me hubiera salvado la vida, cosa que agradecí, naturalmente.

Ya más calmado, entendí la razón de que no hubiese nadie en el agua; ¡No era por el frío, sino por las corrientes! Había varios avisos, pero no los habíamos visto.

El susto no me había quitado el apetito, así que me recuperé con una estupenda fritura de pescado en la terraza del hotel.

Al día siguiente, pronto por la mañana, salimos hacia Bogotá desde el pequeño aeropuerto de las Islas del Rosario en un Fokker 50, un avión de unas sesenta plazas pero con más de la mitad de los asientos vacíos, para enlazar después con el vuelo de Avianca con destino a Madrid y Roma.  Daba la sensación de que volábamos en familia.

Yo siempre suelo verificar la duración del vuelo para saber si hubiera algún retraso, especialmente si como en aquella ocasión no podíamos permitirnos perderlo. La verdad es que teníamos margen; en el aeropuerto de Bogotá estaríamos dos horas, tiempo en principio más que suficiente para ir tranquilos, pero no contaba yo con la tormenta, la misma que casi me había costado la vida en el mar el día anterior. Debíamos tener un fuerte viento de cara. Me empecé a preocupar al darme cuenta que a la hora prevista para el aterrizaje estábamos todavía volando en crucero. Llamé a la azafata, que me dijo la tontería clásica de que llevábamos un ligero retraso que el comandante recuperaría.

 Imposible  le repliqué  ya deberíamos estar aterrizando…

La azafata se mordió los labios y me aseguró que me daría todos los detalles tras hablar con el piloto.

En efecto, al poco tiempo volvió.

 El comandante me ha dicho que debido al viento de cara llevamos un retraso de media hora, que espera recuperar en parte cuando nos acerquemos a la capital. En cualquier caso, no se preocupen, pues hemos contactado con la compañía aérea y nos han dicho que nos esperarán; allí los recogerán y les llevarán directamente al vuelo de Madrid.

Aquello sonaba reconfortante, pero el tiempo seguía pasando y yo notaba que seguíamos en vuelo de crucero. Decidí hablar personalmente con el comandante, si me dejaban pasar a la cabina; hoy en día eso sería impensable, pero entonces no había tantas restricciones y menos en un vuelo nacional colombiano. Tras dar los golpecitos de rigor en la puerta de comunicación, me recibió el copiloto y respondió a mis cuitas con exquisita amabilidad.

 No se apure; nos esperarán en cualquier caso, pues son conscientes de que en este vuelo van bastantes pasajeros con destino a Madrid y Roma. Estamos en comunicación constante con los responsables de Avianca. Les estarán esperando nada más llegar a  la terminal.

Ya no insistí, pues suponía que todo aquello aseguraba nuestra vuelta.

Se lo comenté también a los italianos y a la pareja francesa con objeto de tranquilizarlos; también estaban preocupados.

Por fin tomamos tierra, con una hora de retraso. “Bueno”, me dije, “nos queda otra hora para hacer el check-in; debe ser suficiente y más estando ya avisados”.

Craso error; en la entrada no nos estaba esperando ni un alma. Perdimos además un tiempo inútil aguardando que apareciera alguien para llevarnos como me habían asegurado, con lo que se nos adelantaron los demás pasajeros. Pregunté al policía que estaba allí, pero no hizo otra cosa que poner cara de haba.

Nueva sorpresa: para coger un vuelo internacional, había que trasladarse en un autobús a otra terminal. Se me encogió el estómago; ¡estábamos solos y nos salían con eso!

Pues no había más narices que hacerlo. Empecé a sudar, pues el tiempo ya empezaba a ser crítico. Por fortuna, el transporte en autobús fue relativamente rápido, pero aun así nos acercábamos peligrosamente a la media hora escasa hasta la salida del vuelo.

 Ya nos fuimos corriendo. No me preocupaba el equipaje facturado, pues suponía que lo llevarían directamente desde la otra terminal al avión a tiempo para la salida.

Por fin llegamos todos sudando al mostrador de check-in del vuelo Madrid/Roma, donde no quedaba ya ningún pasajero. En nuestro grupo de ocho procurábamos permanecer juntos; del resto de pasajeros que debían ir en nuestro vuelo no sabíamos nada.

 El vuelo está cerrado  nos advirtió con gesto displicente un individuo cetrino sentado tras el mostrador al alargarle los pasaportes y los billetes de todos  Diríjanse al mostrador principal de Avianca, donde les acomodarán en los primeros vuelos que haya libres.

Se nos encogió a todos el estómago.

 ¡Nos han dicho que nos estaban esperando!  le grité al impávido cetrino; me dieron ganas de agarrar al tipo aquél por las solapas y sacudirle. El otro se limitó a encogerse de hombros y allí me quedé con cara de idiota con los billetes y los pasaportes de todos en la mano.

Yo sabía que era posible que sobraran plazas y más en un vuelo tan concurrido y que sería probablemente el comandante el que podía decidir que entrásemos o no; se me ocurrió que habría que hablar para ello con alguien de más relevancia. Pregunté que dónde estaba el jefe del aeropuerto; me lo indicaron y salí como una bala para allá. Resulta que el pasillo que llevaba a su despacho estaba detrás de las mesas de los mostradores de check-in y no me lo pensé dos veces: salté por encima de donde se colocan las maletas y pasé al otro lado. De golpe y porrazo  nunca mejor dicho  apareció un policía con una metralleta que no se anduvo con chiquitas; me clavó el cañón del arma en el estómago haciendo que me encogiera.

 ¿Qué hace usted? ¡Aquí no se puede pasar!  me espetó con gesto feroz el policía, sin dejar de mantener clavada la metralleta en mi barriga.

 Quiero ver al jefe del aeropuerto; me han dicho que está aquí… ─ le solté con gesto lastimero.

 ¡Pues no se puede! Váyase o le detengo…

El hombre, que no era muy grande con lo que la metralleta destacaba todavía más, parecía muy capaz de meterme en la cárcel, así que decidí optar por la retirada y volver con el rabo entre las piernas y mi estómago dolorido a donde estaban los demás del grupo.

Fue mi mujer la que reaccionó primero con gran determinación.

 ¡Pues desde luego aquí no nos quedamos! Viendo cómo funciona esto, vamos a intentar colarnos sin la tarjeta de embarque; una vez dentro, ya veremos…

 Sí  asentí yo, aunque algo incrédulo  aquí desde luego no son muy amables…

Pasamos sorprendentemente sin problemas por la aduana, donde no nos pidieron la tarjeta de embarque; yo seguía llevando los pasaportes y los billetes en la mano, señalando a quiénes pertenecían. Una vez dentro, nos dirigimos a la puerta de embarque al avión. Ya se había sobrepasado por varios minutos la hora oficial de salida, pero todo parecía estar muy tranquilo; probablemente el avión a Madrid llevaba retraso, lo que tampoco era muy sorprendente al tratarse de un gigantesco Jumbo 747.

Fui corriendo con mis billetes y pasaportes al mostrador de embarque; allí nos recibieron afablemente dos azafatas de Avianca, que no perdieron la calma ni siquiera al saber que no teníamos tarjeta de embarque.

 ¿Cuántos son ustedes?

 Somos ocho en total…  respondí, ya más tranquilo.

La azafata se dirigió a su compañera para que verificase los billetes y los pasaportes y nos dijo que entretanto iba a averiguar la situación de plazas libres en el avión.

 Voy a hablar con el comandante y ahora les diré. Quédense aquí que vuelvo enseguida…

“Extraordinario”, me dije. “A lo mejor se produce un milagro…”

Al cabo de unos minutos volvió corriendo.

 Aunque no estamos del todo seguros, creemos que hay sitio para los ocho, pero tendrán que buscarse los asientos libres donde estén; no creo que haya tiempo de reubicarles antes del despegue, que será enseguida. El comandante me ha dicho que no pierdan tiempo y que pasen inmediatamente…

Me dieron ganas de darle un beso a aquella encantadora y eficaz azafata. ¡El milagro se había producido! Salimos como balas por el túnel hacia el avión, donde más de uno nos miró con extrañeza y gesto adusto por llegar tan tarde, asumiendo que el retraso del vuelo era por culpa nuestra. Nos acomodamos como pudimos, al mismo tiempo que se estaba dando ya el aviso de ajustarse los cinturones.

Sentados cada uno en los huecos libres y más tranquilos, al mirar hacia atrás vi que la francesita del grupo no había encontrado asiento y se había acurrucado en cuclillas al fondo del pasillo. Sorprendentemente, el enorme avión despegó con la muchacha tratando de evitar que la descubriesen; más tarde, una de las azafatas le cedió su asiento y en paz. ¡El vuelo había salido con un pasajero de más! Increíble…

¡Por fin estábamos en el aire! No nos lo podíamos creer. ¡Y todo gracias a la eficacia de las azafatas y la flexibilidad del comandante! Aquello era un claro ejemplo de “Primero el cliente, es decir, el pasajero, y después todo lo demás”. Mentalmente aplaudí el buen hacer de Avianca en este sentido compensando en cierto modo los errores que habían cometido hasta ese momento.

A partir de ahí ya no hubo más eventos inesperados. El equipaje facturado estaba efectivamente en el avión y llegó a Madrid sin problemas.

Parecía mentira; ¡Cuántas cosas habían pasado en poco más de 24 horas! Casi me ahogo en unas remotas islas del Caribe por culpa de una tormenta, la misma que retrasó el primer vuelo. Casi perdemos el enlace para la vuelta a España, pese a las múltiples promesas de esperarnos. Por poco me ametrallan en el aeropuerto; menos mal que no tenía pinta de terrorista, si no, vaya uno a saber lo que hubiera pasado. Logramos meternos sin tarjeta de embarque en un vuelo internacional y encima sin haber plazas para todos los del grupo, resultando así un polizón a bordo. Me lo cuentan antes y no me lo creo…

 

                                              KS, diciembre de 2020

4 comentarios:

  1. Más que una historia parece una pesadilla de las malas, de las angustiosas, esas de resaca que salvo los curas supongo todos hemos disfrutado, alguna vez. De todos modos es obligado extraer conclusiones: (1) hacer deporte es malo, (2) bañarse es aún peor, (3) hacer turismo en manada es sumamente desaconsejable, y (4) jamás volar por Avianca (recordad, si no, eso tan esplendoroso de '¡cállate, gringa!').

    Aprovechando lo del Pisuerga y Valladolid, vafanculo 2020 y ¡todo lo mejor para 2021!

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    1. Y (5): No buscarle las cosquillas a la policía colombiana si no quieres sufrir un fuerte dolor estomacal...
      Y la más importante: con el mar excitado, no mojarse nunca más arriba de la barriga.
      ¡Feliz 2021!

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  2. Respuestas
    1. Hombre, han pasado 32 años y muchos cambios, quizás más para mal que para bien. Colombia parece que es algo más segura (¿?), pero su vecina Venezuela se ha visto exacerbada por su desastrosa política. Los maravillosos entornos naturales que hay por allí (Cascada de Angel, no del Angel, Canaima, etc) ahora parecen entornos cada vez más lejanos. Por eso es mejor no volver por allí hasta que no haya cambios que vayan a mejor; las imprudencias de meterse mar adentro en solitario no tiene que ver con la situación política y los riesgos asociados.

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