...por Antón Capitel
ANTONIO MAGARIÑOS GARCÍA era madrileño.
Había nacido en Madrid en 1907 y murió en 1966, también en Madrid. No soy capaz
ahora de hacer memoria de su muerte, que sin duda tuve que conocer en su
momento y considerar como una verdadera desgracia,
pues tenía tan sólo 59 años. Ya estaba fuera del Ramiro y he de confesar que no
me acuerdo.
Había estado en el Seminario, que dejó
para estudiar Filosofía y Letras en la Universidad Central. Fue luego profesor
de Historia del Castellano en la Universidad de Salamanca, profesor más tarde
del Instituto de Granada, y en 1935 ganó la cátedra de Latín de Enseñanza Media,
cuya plaza sentó, para fortuna de todos, en el Instituto Escuela, como ocurrió
también con Jaime Oliver Asín y con Juana Álvarez-Prida, aunque esta última no
tenía el grado de catedrática.
Parece ser que, en Salamanca, el
titular de la cátedra de Historia del Castellano era Miguel de Unamuno, que fue
así el jefe de don Antonio. No es una mala coincidencia, desde luego; es, por
el contrario, bastante afortunada. Unamuno era considerado entonces como uno de
los intelectuales más importantes de España, sino el que más. Pero puede
recordarse (y supongo que es verdad, lo leí alguna vez) que cuando Unamuno se
presentó a la cátedra de griego en la Facultad de Filosofía y Letras de la
Universidad de Salamanca, muy joven, y en la que tuvo un contrincante, cuando
acabó la oposición, el presidente del tribunal dijo algo así: “El tribunal ha
de señalar que, en realidad, ninguno de los dos opositores sabe griego, pero
cabe esperar que el Sr. Unamuno lo aprenda en el futuro. “ Y le dieron la
cátedra. No es de extrañar, pues, que en tiempos de don Antonio don Miguel fuera
el titular de “Historia del castellano”, disciplina que conocería sin duda
mucho mejor que el griego, según esta anécdota, y a pesar de ser vasco.
Unamuno había dado alguna conferencia
en la Residencia de Estudiantes, y fue desterrado a Canarias por enfrentarse a
la dictadura de Primo de Rivera, y de allí se fugó a París, donde mi padre, que
había sido residente, estudiaba ingeniería becado por la Junta de Ampliación de
Estudios. Tuvo la fortuna de tratarle algo en la capital de Francia, y de
testimoniar que fue allí muy admirado entre artistas e intelectuales, tanto
españoles como europeos. Unamuno fue luego republicano y diputado, pero acabó
renegando de la República por lo que le parecieron sus excesos. Luego, ya
iniciada la guerra, renegó también del Alzamiento, después del conocido
incidente con Millán Astray en la Universidad de Salamanca. Murió en una
especie de arresto domiciliario, casi en la cárcel, en la que, muy
probablemente, también hubiera ingresado si le hubiera tocado la zona
republicana. Pues era uno de los representantes de lo que se ha llamado modernamente
“la tercera España”, la de los que se quedaron en el medio, o en ninguna parte.
Pues parece que en aquellos tiempos, tan presentes todavía en tantos aspectos,
hubo en realidad tres Españas y no sólo dos.
¿Qué hizo don Antonio en la guerra
civil? No lo sabemos, o al menos, yo no lo sé. Después de la guerra, y ya en la
europea, hay ese episodio del informe sobre el régimen nazi, testimoniado por
su propio escrito, pero que habrá que poner entre paréntesis y considerarlo,
simplemente, como una cosa propia de la época. Demuestra que don Antonio no era
perfecto como nadie lo es, y que era un hombre de su tiempo; y quizá con eso,
con ese rasgo de humanidad, debiéramos
conformarnos.
Cuando mi familia se mudó a Madrid, mi
padre, que había nacido en 1904, que era por tanto coetáneo de don Antonio y
que había pertenecido a la Residencia de Estudiantes, fue a ver a Magariños, al
enterarse de que había sido catedrático del Instituto Escuela, para pedirle
plaza para mí, entrevista que debió de resultar fructífera, pues entré en el
curso de ingreso en la escuela Preparatoria en octubre de 1956. Allí en un solo
año fui cambiando sucesivamente de clase y tuve a los profesores Qurirós, Moneo, Corral y Muñoz Cobo.
Como don Antonio, mi padre pertenecía a
la generación partida por la guerra civil y, de hecho, pasó de ser republicano
a franquista, nunca llegué a saber bien del todo si de corazón o doblegado y
resignado por la realidad. Don Antonio, que empezó queriendo ser cura y que era
tan católico, parece ser por ello que estaría probablemente algo más desviado ya
hacia lo que luego fue el franquismo. Fundado el Instituto Nacional “Ramiro de
Maeztu” como intento franquista de emular la enseñanza republicana, y, muy
concretamente, apoderándose y
transformando el Instituto Escuela (que había sido ya el Instituto modelo oficial, pero montado por
la Institución Libre de Enseñanza), Magariños fue nombrado Jefe de Estudios ya en
1939. Una jefatura que se parecía al cargo de “prefecto” en los colegios de
Jesuitas. O sea, encargados en principio de la ordenación de los estudios, pero
dedicados también, incluso sobre todo, al mantenimiento de la disciplina, ello
al menos en lo que hace a la imagen que se daba frente a los alumnos.
Porque nosotros creíamos, pues es lo
que veíamos, que el Jefe de Estudios era como el “sheriff” del Instituto, el que guardaba el orden público. Ignoro
por qué esta obligación se había añadido a la de Jefe de Estudios, cuya misión importante
es la de ordenar la enseñanza, como su propio nombre indica. Don Antonio tenía,
sin duda, que organizar la división del Instituto en cursos y en clases,
acordar con los catedráticos la asignación de los diversos profesores,
organizar el horario y el calendario, etc., etc… Además, llevaba el orden, lo
que hizo con gran éxito y habilidad. ¡Vaya chollo que tuvieron con él! Y con su
vocación, eficiencia y habilidad. Así se explica que le mantuvieran durante
tanto tiempo.
Pero a don Antonio, utilizado por sus
compañeros como Jefe de Estudios durante nada menos que 20 años, nunca le fue
ofrecida la dirección, como hubiera sido lógico. ¿Cómo fue posible esto? Luis
Ortiz Muñoz detentaba ese cargo incluso durante los muchos años que estuvo enfermo.
Ni siquiera le sustituyó Alvira, convertido en sempiterno subdirector, pero a
mi entender debería haberle sustituido don Antonio, y que esto no se hiciera me
parece un grave fallo del Instituto, explicable muy probablemente por el
franquismo, y por la lucha de fuerzas dentro de él. Ortiz Muñoz, a pesar de su
aspecto personal de moderación, debía de ser un franquista duro, hombre de
confianza del régimen, y del que no se quería prescindir como garante del
control político y del equilibrio de las citadas fuerzas, tan importante para
el dictador. Quizá. O acaso se trataba tan sólo de que era un franquista
importante a quien no se quería ofender con la sustitución.
Pero don Antonio se convirtió,
paradójicamente, en la representación misma del Instituto. Y no sólo por haber
sido también el director del internado Hispano-Marroquí, el fundador del
Estudiantes y del Instituto nocturno. Lo llevaba todo, como puede verse. Igualmente
y sobre todo porque desde su cargo de
Jefe de Estudios supo mantener una absoluta disciplina estudiantil sin convertirse
en un déspota, sin representar la tiranía.
Todo lo contrario: don Antonio era para
nosotros –creo o yo; o, al menos, para una buena parte de nosotros- la imagen del orden y del buen comportamiento,
y era duro y exigente, y hasta temido, podríamos decir, pero no odiado ni
despreciado. Pues era también la imagen de la justicia y del buen sentido. Fue
admirado y querido. Era una figura paterna, exigente, pero justo. Tenía
carisma. Con su siempre correcta y discreta vestimenta, su cabello ondulado y
gris, sus bigotes también grises y sus gafas ligeras, era refinado y elegante, bien
parecido, una verdadera figura de gentleman,
aunque semejara siempre más edad de la que verdaderamente tenía. Su
aparición imponía. Con su megáfono plateado, el minuto de su reloj para
callarnos antes de que se acabara, nunca se cumplió, como todos sabemos. Antes
de transcurrir, se hacía siempre el completo silencio, era una costumbre. No
había tensión ni violencia en aquel asunto: don Antonio nos daba un minuto para
callar y lo hacíamos. No había problema, era un inteligente convenio que él
había establecido, y uno de los ingeniosos trucos que ideó para imponer el
orden sin violencia. (Tenía otros. Recordemos cuando al subir en tropel los
días de lluvia desde el patio de columnas, se ponía en medio con los brazos en
cruz para que se subiera en dos filas y con la prohibición de tocarle. O cuando
desalojaba este Salón de Actos por clases, empezando por 1º A.)
Por eso nunca supimos cual era el
castigo que, de no callar después de trascurrido, nos hubiera caído. Cuando sus imitadores
quisieron emularle, una vez que él faltó, no supieron qué hacer cuando vieron
que el minuto transcurría sin lograr el silencio. En nuestra época, que vivió
su enfermedad y su desaparición como Jefe de estudios, ya con mi promoción en
el bachiller superior, el Ramiro se sumió en un cierto caos, que nadie supo
eliminar del todo. Recuerdo el cambio que su cese supuso y como la aparición de
inspectores de carácter represivo sublevaba especialmente a don Jaime Oliver.
La desaparición de don Antonio no fue suplida por nadie, y ello a pesar de la
dulzura y bonhomía de don Guillermo García Sauco, nuevo catedrático de Dibujo,
a quien le endilgaron la Jefatura de Estudios, pero que no tenía ni carácter ni
habilidad ni la suficiente imprudencia para imitar a don Antonio.
Don Antonio había sido un líder,
probablemente sin pretenderlo. Un líder paternal de aquella masa de chicos
revoltosos, a los que sabía ordenar y hasta dominar, y a los que sin ninguna duda
quería y con los que disfrutaba. Pues ese papel, el de líder paternal, probablemente le gustara
bastante, le agradara, me parece a mí. Si no, no hubiera sido tan eficiente y
habilidoso; y de ahí, creo yo, que durara tanto en el cargo, que lo llevara con
satisfacción, y que sus compañeros tuvieran así, con él, tan tremendo chollo
como tuvieron.
En latín los de mi clase tuvimos a don
Agustín González Brañas, en tercero, profesor Adjunto y admirador de don
Antonio, y a quien recuerdo más intencionado que eficiente; y luego a don
Julián Gimeno, en cuarto, que a mí me parecía muy bueno, y que me dio matrícula
–yo quedé muy sorprendido acerca de mí mismo al contemplarme como bueno en
latín, cosa que nunca había esperado, traduciendo a César-. Y cuando un buen
día, ya en quinto curso, me encontré a Gimeno por un pasillo, me dijo “Bueno,
Capitel, estará usted en letras, ¿no?.” Y yo tuve que decirle, “Pues no, señor Gimeno, estoy en ciencias.”
“Pero bueno, pero bueno, ¿y cómo es eso?”. “Es que quiero estudiar
arquitectura.”. “Ah, bueno, bueno, si es así le perdono.” La carrera de arquitectura siempre les ha
caído bastante bien a la gente de letras. Y resulta lógico, ya que nosotros,
los arquitectos, somos, en realidad, los ingenieros de letras. Pues sabemos
matemáticas y sabemos latín.
Pero cuento esto porque el caso es que
yo no fui nunca alumno de don Antonio, que daba clase de latín en quinto curso sólo
a la mitad de la mía, que eran los de letras. Nuestra clase estaba partida en
dos. Y lo sentí, porque se adivinaba en él a un gran profesor, como mis
compañeros de letras me confirmaron. Me tuve que quedar tan sólo con aquella
imagen de elegancia, de rigor y de bonhomía, de exigencia y de justicia, que
tan adecuadamente representaba. Era para nosotros el alma misma del Ramiro.
Le respetábamos y le temíamos, pero
también le admirábamos y le queríamos un poco, a pesar de ser la imagen de la
disciplina. Al menos, yo.
Descanse en paz. Y hagámosle todavía
otra placa, un monumento, o algo. Algo grande. Representemos al menos, aunque
sea modestamente, esta celebración de su cincuentenario. Se lo merecía con creces. El Instituto no le
pagó en su día lo suficiente, ni en dinero, ni en ninguna otra cosa. Pues era
uno de esos héroes de la administración pública que a veces, y por fortuna, hay
en España.
Nada más, muchas gracias.
Antón Capitel
Mayo
de 2016
Con perdón, Unamuno nació en la calle Ronda en el Casco Viejo de Bilbao. En aquel entonces sólo un pequeño porcentaje de la población de Bilbao, hablaba vizcaíno. Como además no lo sabían leer ni escribir eran analfabetos en ese idioma. Con el Estado de las Autonomías vino la "normalización-imposición" lingüística en una especie de mezcla del vizcaíno, guipuzcuano y bermeano, inventado por Sabino Arana y denominado batúa o euzkara. De este modo los bilbaínos mayores de 50 años no hablan una palabra de euzkara y sus hijos y nietos a pesar de ser una de las materias más exigentes en sus estudios pre-universitarios, lo olvidan por falta de uso. Bilbao siempre ha tenido una tradición de ciudad liberal (padeció cruentamente los asedios carlista y franquista) y con una vida cultural muy intensa y no directamente proporcional a su relativamente pequeña población.
ResponderEliminarEn relación al pensamiento político de D. Luis Ortiz se puede hacer uno una idea, consultando el periódico El Debate (más tarde Ya) en las hemerotecas, ya que era asiduo colaborador antes de 1936.