Va cundiendo el ejemplo de Kurt, y Rafael se ha animado a mandarnos este simpático relato corto con el que ganó un accésit en un concurso convocado por la Asociación de Ingenieros Industriales de Madrid.
Mi
nombre es Curro, o eso creo entender entre sonrisas, carantoñas e
indescifrables peroratas cuando los miembros de mi familia se acercan a
saludarme. Aunque también puede ser que me llame Curronó, variante exclusivamente
utilizada, bien es verdad, en las muy frecuentes ocasiones que, al parecer, me
dispongo a contravenir alguna de las muchas y complicadas reglas que rigen
nuestra vida cotidiana.
Con
apenas doce meses, soy el más pequeño de la casa y, para mi frustración, el
único incapaz de mantenerse erguido, circunstancia que, por otro lado, no me
debería causar ninguna preocupación pues, a ras del suelo, me manejo con la
soltura suficiente como para poder acceder sin dificultad a cualquier rincón.
De hecho, me muevo con mucha más agilidad que mi abuelo quien, aun dándome la
sensación de ser el de mayor edad, necesita de un bastón para caminar a duras
penas; un artilugio éste que, dicho sea con cierta amargura, también utiliza
asiduamente y una vez se ha cerciorado con aviesas miradas de que nadie lo
observa, para apartarme con ligeros pero humillantes golpes a mi trasero si me
aproximo a una distancia a la que estima que puedo perturbar su tranquilidad.
Sin embargo y en su defensa, no tengo reparos en lamentar que a sus opiniones,
fruto sin duda de la dilatada
experiencia acumulada en sus muchos años, no se les otorgue ninguna
consideración. Que tampoco se les conceda a las mías me resulta, en cambio,
mucho más razonable y lo asumo de buen grado, no ya por reconocer su muy
limitado valor consecuencia de mis escasas vivencias sino, sobre todo y siendo
sincero, por no haber desarrollado todavía la mínima destreza verbal para
expresar mis pensamientos. Y también como a mi abuelo, el aburrimiento me
invita a pasar gran parte del día dormitando; unas peculiaridades comunes que
me sugieren la existencia, en el transcurso del ciclo vital, de un punto a
partir del cual se inicia un proceso de regresión biológica que acaba
devolviéndonos a nuestros orígenes. A este respecto, debo de confesar que,
cuando estoy enfrascado en este tipo de cábalas, se apodera de mí una especie
de placentero revanchismo al imaginarme al abuelo en breve a mi altura,
precisado de sus cuatro extremidades para desplazarse. Pero, si pretendo
hacerme una idea de qué le ocurriría en un futuro algo más lejano, mis
sentimientos más nobles reaparecen y, sin saber muy bien el motivo, me embarga
la tristeza y la melancolía.
De
todas formas, la alegría y el optimismo que transmiten mis dos hermanos disipa
el desánimo que a veces ronda por mi cabeza, aun admitiendo que alguno de sus
entretenimientos no está exento de infantil malicia como cuando uno me pone en
pie y el otro, un poco alejado, me anima a llegar hasta él, causándoles gran
regocijo que, indefectiblemente, caiga al suelo sin haber esbozado un solo
paso. Mas no siempre impera entre ellos la camaradería y, a ratos, su juego se
transforma en pelea repartiéndose patadas y puñetazos con absoluta equidad y
contundencia, a pesar de lo cual y para mi asombro, aplazan sus muestras de
dolor hasta la llegada de nuestra madre, instante en el que, entre mutuas
acusaciones, irrumpen en lamentos y sollozos.
En
estas situaciones, los padres ejercen su autoridad al haberse atribuido las
funciones del establecimiento de las directrices con las que nos hemos de
conducir en nuestra convivencia, así como las de vigilancia de su cumplimiento
e incluso las que les facultan para dictaminar sobre la adecuación de nuestros
comportamientos; una acumulación de poder propensa, desde mi punto de vista, a
arbitrariedades de las que un ejemplo muy característico lo proporciona el
seguimiento de la norma relacionada con las comidas y en la que mis
progenitores exhiben una amplia escala de flexibilidad que va desde la rigidez más
absoluta hasta la relajación más flagrante, dependiendo del sujeto a quien se
trate de controlar. De manera que, si a mí me suministran alimentos en unas
monótonas e insípidas mezclas de ingredientes imposibles de identificar y en un
horario estrictamente predeterminado fuera del cual no me consienten echarme a
la boca ni una mísera migaja, para ellos mismos tal severidad se convierte en
una desmedida tolerancia que les permite disponer de los más diversos y
apetitosos manjares en cualquier momento del día o de la noche. No obstante y
para ser justo, debo decir que mi padre ocasionalmente me hace partícipe de sus
banquetes, siquiera en minúsculas porciones, en un gesto que interpreto de
generosidad a pesar de que algo en mi interior me alerte de estar con ello
contribuyendo a la institucionalización de un abuso; eso sí, curiosamente,
siempre lo hace una vez ha escudriñado a su alrededor para asegurarse de que no
existen testigos. Es, por cierto, muy extraño pero cuando pone esa expresión en
su rostro mi primer impulso es huir y resguardarme al creer estar delante del abuelo, tan idénticos los
encuentro.
En
cualquier caso, pasando por alto estas concesiones que mi propia flaqueza me
empuja a aceptar, tan censurable me parece ese acaparamiento de competencias
como contradictorio que sus máximos responsables desaparezcan del territorio de
su jurisdicción durante la mayor parte de la jornada en una ceremonia mañanera
llena de alboroto y excitación que únicamente por rutinaria ha dejado de
sobresaltarme y que concluye forzando a mis hermanos a abandonar también el
hogar apresuradamente, con grandes y pesadas mochilas a sus espaldas que doblan
sus frágiles cinturas mientras ellos se reservan livianas carteras que portan
bajo el brazo sin ningún esfuerzo. Y aunque no logre comprender los motivos de
semejante acarreo, sí alcanzo a advertir la injusticia que supone que hayan de
ser los más débiles quienes soporten la mayor parte de la carga colectiva.
Siendo
difícil de sobrellevar el vacío que deja esta masiva huida familiar que a
diario padecemos mi abuelo y yo, me produce en particular un gran dolor la
prolongada ausencia de mi madre, más aún cuando, para suplir su falta, viene
una señora cuya única misión, aparte la escenificación de este burdo reemplazo,
se reduce a poner en funcionamiento metódica y progresivamente diversos
aparatos de los cuales todavía no he logrado descubrir otra utilidad que no sea
generar una gran variedad de fastidiosos ruidos. Por fortuna, existen algunos
periodos de tregua correspondientes al tiempo, no despreciable, que la señora
en cuestión dedica al televisor, hierático y misterioso individuo que extiende
un hipnótico dominio sobre quien se coloca frente a él, si bien, por su aspecto
externo, podría pasar por uno de los muchos elementos decorativos de la
vivienda. Además, el permanecer impávido y silencioso hasta no ser requerido,
le otorga un falso aire de sumisión y cercanía que encubre la verdadera
dimensión de su perversa influencia, la cual se pone en evidencia por la
insólita habilidad que posee para cambiar a voluntad su imagen y discurso
adaptándolos a los gustos y afinidades de aquel a quien se dirige con el
propósito de atraparlo en sus redes. Así, mientras mis hermanos ríen con él
jubilosos, a la señora de los ruidos la conmueve provocándole el más
desconsolado llanto. En un término intermedio en el rango emocional se sitúan
las reacciones del abuelo y la mía que, como era de esperar y confirmando mis
teorías, son coincidentes: a ambos, lisa y llanamente, nos arrulla. Por el
contrario, la respuesta de mi padre es más compleja y alterna los comentarios
críticos y hasta agresivos hacia el intruso con otros de vehemente aprobación y
sometimiento durante los cuales, agitado, emite incoherentes exclamaciones,
pudiendo llegar al paroxismo cuando se postra ante él y, alzando los brazos, lo
aclama enfervorizado gritando ¡goooool!; un comportamiento tan inapropiado para
un adulto que me hace dudar si no estará ya, como el abuelo, inmerso en su fase
regresiva. En cambio, con una mucho más serena y analítica actitud, mi madre
capta enseguida las ocultas intenciones del pérfido embaucador respondiendo a
sus mensajes con un escepticismo que la lleva a desviar el interés hacia otras
actividades, cuando no a exteriorizar directamente su rechazo con un simple pero
enérgico gesto mediante el cual lo obliga a callar.
Yo
tengo una especial predilección por ella, no a causa de su preclara
inteligencia sino por la amorosa delicadeza que irradia. La dulzura de sus
caricias me calma cuando estoy intranquilo y me protege si me siento indefenso
y sus tiernas palabras, aunque no las entienda, me devuelven la seguridad
cuando tengo miedo y me confortan si estoy triste. Por eso, su proximidad y
cobijo me son imprescindibles y lo seguirán siendo siempre ya que estoy convencido
de que mis preocupaciones de ahora no representan sino un benévolo remedo de
los obstáculos que tendré que afrontar en un mundo en el que, me temo, los
fuertes oprimen a los más indefensos y desprecian a los que no les son útiles;
donde los conflictos se dirimen mediante el uso de la violencia; el engaño
prevalece sobre la honestidad y las obligaciones atan más que los afectos.
Pero, después de todo, siento un gran alivio al darme cuenta de que, en
realidad, tan sólo soy un perro.
Muy buenos tuvieron que ser los otros relatos que ganaron los premios de este concurso, porque me ha gustado muchísimo. Bueno será contarles a todos los lectores que Rafael Rebollo era en el año 1962 nuestro Gasol particular y que contribuyó enormemente con sus puntos y sobre todo con sus rebotes a que un conjunto formado por Bergia, Pombo, Bufalá, Rosas, Frade, Ramos y el propio Rafael a gana el Campeonato de España de Escolares de aquel año.
ResponderEliminarVicente, muchas gracias. No obstante, y en lo que se refiere al baloncesto, ni tu reconocida generosidad ni la amistad justifican tus desmesurados halagos. Por el contrario, haber tenido la oportunidad de compartir equipo con gente como la que citas (también andaba por ahí un tal Aito, aunque no participó en el campeonato escolar de 1962) fue para mí un lujazo del que todavía presumo ante mis nietos. Dicho lo cual, no tengo empacho en reconocer que les daré a leer tu comentario. Pura vanidad de abuelo...
EliminarMuy bueno, Rafael, con sorpresa final.
ResponderEliminarSegún vas leyendo te das cuenta que, según vamos echándonos años encima, volvemos despacito a nuestros orígenes en aquella lejana época en la que gateábamos, que no tiene nada que ver con el gato, sino con la manera de desplazarnos. Por fortuna solemos pasar primero por una época de tres patas, o por lo menos así se nos representa en los medios públicos de transporte y hasta nos reservan sitio. Esto me recuerda que cuando vas en el metro y te fijas en una linda jovencita sentada cómodamente, se rompe el hechizo bruscamente cuando la tierna joven se levanta y te ofrece el asiento. Cosas de la edad… ¡qué le vamos a hacer!
Me imagino también los pensamientos que pasarán por el magín de un tierno infante de doce meses cuando con sus capacidades receptivas al máximo, observa las reacciones de los mayores y su comportamiento ante un ser de formas cuadradas que debe ser un iluminado, no sólo porque se vuelve así cuando se le da a un botón que se llama “switch on”, sino por las emociones que provoca, tan dispares, como se indica en el cuento. No es extraño que el infante se sienta atraído poco después por familiares directos de aquél ser cuadrado (al que llaman encima despectivamente la caja tonta) y se empecine por entablar relaciones con ellos, algunos con nombres incomprensibles: “consola” (será que viene de consolar), “app”, “ipods” y cosas así. Los mayores les conceden mucha importancia, pues parece que se hunde el mundo cuando se olvidan de llevar alguno, en especial ése que llaman “móvil”.
Habrá que mirar el mundo con los ojos de un niño.
Kurt, muchas gracias. Te confirmo que a mi también me ha pasado ya lo de la "linda jovencita". Por otro lado, apuntar que, si bien la reciente publicación de tu erudita e imaginativa narración me animó a enviar mi relato (lo presenté hace poco al concurso que organiza la Asociación de Ing. Industriales de Madrid obteniendo un Accésit) para nada he pretendido competir contigo, cuestión de sensatez, sino tan sólo entretener por unos minutos a los lectores del blog
EliminarPues ésa es la intención, como es la de todos los cuentos: entretener. Será que somos unos cuentistas...
EliminarMe ha encantado, desde luego. Y moralejas subliminales, tiene unas cuantas.
Muy interesante.
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