...POR JOSÉ MANUEL SANZ
Me recuerdo sentado en el quicio de la puerta, abierta, de la casa de la señora Felisa, una amiga de mi abuela del tiempo de la guerra. Ella, su marido el señor Rafael y sus hijas, mayores, nos acogían encantados cada verano. Íbamos con mi abuela, mi primo, mi hermana y yo, los padres solo el tiempo de permiso del trabajo. Era una de estas casas de portón (maravilloso) de madera grisácea y reseca por el sol, hecha sabiamente con tablones armados con clavos enormes de cabeza redondeada.
La casa era muy modesta y grandiosa al mismo tiempo. Era un espacio profundo y abierto con un primer patio protegido por toldos que se echaban cuando el sol estaba alto y un corral grande al fondo con gallinas y probablemente, no lo recuerdo bien, con alguna parte de huerto. A la derecha un comedor formal al que no nos dejaban entrar a los niños y un poco más allá una cocina en la que habitualmente se hacía la comida al fuego en ollas sobre los trébedes. A la izquierda, según se entraba, estaba en primer lugar la corte, donde siempre se criaban dos o tres cerdos y un poco más allá, para que pudieran maniobrar el carro y las mulas, la entrada de las amplias cuadras. Arriba había varios dormitorios y sobre la corte y parte de la cuadra pero abierta sobre la misma, un “sobrado” en parte granero y en parte pajar para las mulas, que se cargaba desde el carro tirando la paja al ventanuco con una horca o una bienda.
Además de perseguir y jugar con los gatos, o ellos con nosotros, recuerdo mi afición a escuchar los sonidos del pueblo. Yo era muy pequeño, entre tres y siete años y estaba sentado, barbilla sobre rodillas, sobre un escalón de piedra de Colmenar, que apenas levantaba 20 cm. del suelo. Era suficiente sin embargo, junto a la pequeña rampa en la estrecha acera que separaba de la calzada, para que con la lluvia no entrara el agua sucia de la calle, pero tenía rebajes a la medida justa para que pasaran las ruedas del carro.
Imponiéndose sobre el cacareo lejano de las gallinas a mi espalda, el quejido de los bujes y el golpeteo metálico de los cascos de las mulas o los percherones que tiraban de ellos, junto a murmullos de conversación animada, anunciaban, aún ocultos en alguna calle cercana, la llegada de carros con gentes que llegaban de la vega del Tajo.
Recuerdo apostar mentalmente antes de verlos aparecer por la esquina sobre si se trataba de carro o galera (carro más grande de cuatro ruedas) y sobre lo que podrían subir de la vega dentro y en las alforjas. A veces venían tan repletos que se les salía el contenido por las estaquillas.
Pero había unos días en los que no cabía la duda. Subían llenos de melocotones recién cogidos. En esos días todo el pueblo olía profundamente a melocotones. Unos melocotones grandes con un olor y un sabor extraordinario, en el punto de madurez -para comerlos ya- que no creo haber vuelto a ver. Para que duren en la distribución ahora se les hurta horas de sol. Las exigencias (?) del mundo actual les ha quitado el sabor y ese aroma maravillosos. Deberíamos pensar sobre esto.
Me han venido a la cabeza estos recuerdos de infancia del Callejón de Arcaya 5, en Colmenar de Oreja (la famosa piedra de Colmenar utilizada en el Palacio Real es de allí) como un necesario reencuentro con la realidad, con las certezas de lo genuino, pero también como una huida imprescindible de tantos postizos y sucedáneos. Un mundo que nos rodea de contradicciones seguramente inevitables pero también de hipocresía, engaños y falsos aromas.
No sé si mi búsqueda de lo auténtico y de la verdad viene de ese tiempo y ese tranquilo aprendizaje. Me siento privilegiado por disfrutar esas vivencias que han sido hurtadas a los niños de hoy. El medio rural, entonces tan vivo y hoy tan desprotegido, debería tener futuro y todos deberíamos hacer un gran esfuerzo por recuperarlo. Para llenar otra vez de vida esa España vaciada que encierra tanta profundidad y verdad. No es imposible, ni mucho menos. Se consigue y mantiene en otros lugares. Voluntad e imaginación, eso sí, son imprescindibles.
Aquellas sencillas labores y aquellas sencillas gentes nos enseñan un camino de autenticidad que no deberíamos abandonar, al contrario.
Me gustaría volver a sentir, en todo nuestro país, la verdad de aquel maravilloso olor de los melocotones.
Jose Manuel Sanz. 2023
Extraordinarios recuerdos, una pena que no puedas repetir la experiencia de Proust con la magdalena, esos melocotones ahora seguramente son inexistentes.
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